El asesinato de Montesquieu

La sentencia del Constitucional sobre la amnistía certifica el asesinato del espíritu de Montesquieu sometiendo al poder judicial a los intereses del Ejecutivo
The post El asesinato de Montesquieu first appeared on Hércules.  El año de 1748 Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, publicaba una obra clave para el pensamiento político occidental, El espíritu de las leyes, en el que, en un contexto como el francés de mediados del siglo XVIII, marcado por el absolutismo monárquico, encarnado en Luis XV, defendía el modelo de monarquía constitucional, con una separación de los tres poderes –ejecutivo, legislativo y judicial-, para que, evitando que se concentraran en la misma persona, se conjurase el peligro de despotismo por parte del gobernante.

Poco después, con el comienzo del ciclo de las revoluciones atlánticas, que arrancaron con la guerra de Independencia de los Estados Unidos, y, sobre todo, con la Revolución Francesa y el establecimiento progresivo, a lo largo del siglo XIX, de los modelos liberales en Europa, el ideal de Montesquieu se fue imponiendo, de modo que, al menos en el terreno legal, plasmado en las diferentes Constituciones, la separación de poderes se convirtió en realidad.

Pero los logros democráticos no lo son para siempre, si no hay unos ciudadanos dispuestos a defenderlos. Nos hemos ido acostumbrando a dar por supuesto que la separación de los tres poderes era algo adquirido e inamovible, hasta que han comenzado a aparecer, en diferentes lugares del mundo, políticos que, aun manteniendo la apariencia de legalidad democrática, han ido fagocitando los diversos ámbitos de poder, en una búsqueda, apenas disimulada, de hacerse con el control total de los mismos. Todo ello envuelto en unos discursos políticamente correctos, versión actualizada de aquel “todo para el pueblo, pero sin el pueblo” del Despotismo Ilustrado que Montesquieu trató de erradicar. Nada nuevo bajo el sol.

Un fenómeno que también afecta a nuestro país, de un modo acentuado durante estos últimos siete años, y que ha tenido su más desgraciada y vergonzosa manifestación en la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la ley de Amnistía. Quizá ninguno nos podíamos terminar de creer que por mantenerse en el poder se llegara a tal nivel de bajeza, que, por otra parte, no terminará de saciar a un nacionalismo que, tras derribar un muro, se apresta a derrumbar otro, con un más que previsible, por anunciado, referéndum de autodeterminación.

Tal vez conservábamos la esperanza de que la dignidad del cargo llevara al “sector progresista” del Tribunal a evitar la indignidad de pasar a la historia al modo de Bruto o de Vellido Dolfos. Pero si algo de prestigio aún quedaba en el Constitucional, se ha perdido para siempre, no quedando otra opción, cuando este ciclo político pase y haya que reconstruir las ruinas de la nación, que modificar la Constitución y suprimirle, pues ha demostrado ser un órgano político al servicio del gobierno, traicionando su función original, con sentencias totalmente previsibles. Lo ocurrido ha sido una verdadera afrenta a todo el país, a la dignidad de quienes se arriesgaron para defender el cumplimiento de una legalidad que garantiza la igualdad de todos los ciudadanos del reino de España.

Uno de sus efectos más perniciosos es que puede cundir la idea de que el respeto a la ley no importa, que la legalidad se puede manipular para sostener los intereses espurios de unos gobernantes que, incapaces de gobernar, sólo pueden y quieren aferrarse al poder. Ha sido, tal vez, el mayor acto de corrupción que ha vivido la sociedad española, mucho más, aunque sean más llamativos por su zafiedad, que los que rodean a la antigua cúpula –y no sólo- del partido gobernante, con ser grave que nuestros impuestos hayan ido, no para Sanidad y Educación como repiten los corifeos y turiferarios del régimen, sino para amigas, amantes y diversión de unos personajes que hacen de Torrente un gentleman inglés.

Es urgente que los españoles despertemos de la somnolencia en la que estamos sumidos ante el deterioro progresivo y veloz de nuestra calidad democrática. Ser ciudadano no es votar cada cuatro años, sino participar activamente, en el día a día, en los asuntos de la res publica. Hemos de ser más exigentes con nuestros gobernantes, que están al servicio de los ciudadanos, y no al revés; hemos de movilizarnos, cuando sea preciso, para recordar que el ejercicio de gobierno sólo tiene sentido como servicio al bien común. No podemos quedarnos con los brazos cruzados, mientras nos despeñamos hacia un abismo que nos retrotraerá a situaciones que ya creíamos superadas. Hay que decir no a un caudillismo alimentado por el fanatismo de unos verdaderos devotos del culto al líder, y recordar que nadie está por encima de la ley, y que ésta es garante de nuestras libertades y derechos.

Hoy, cuando en España acabamos de asistir al asesinato de Montesquieu, no podemos menos que empeñarnos en resucitar su espíritu, en trabajar para que se restablezca una auténtica democracia en la que los gobernantes vuelvan a estar al servicio de los ciudadanos. Cuando se cierre esta desgraciada etapa de nuestra historia, será preciso reconstruir nuestro modelo, instituyendo verdaderos contrapesos para evitar que, las ansias enfermizas de poder de cualquier gobernante, vuelvan a poner en peligro nuestra convivencia, tratando de alcanzar una verdadera separación de los tres poderes.

Hasta entonces, habrá que seguir gritando ¡Viva Montesquieu!

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