Tíbet es un pueblo único, que reside en la más extensa y alta meseta del mundo, que posee una cultura propia, lenguaje escrito y hablado que nada tiene que ver con el mandarín, y un sistema político, que aunque moleste a Pekín, no tiene –o tenía– absolutamente nada que ver con la dictadura comunista de moda
The post Tíbet, la nación sin estado que ya no está de moda first appeared on Hércules. odríamos decir que Richard Gere fue el famoso hollywoodiense que abanderó internacionalmente su réquiem por el Tíbet. Estuvo con el Dalái Lama, el cuál lleva la mayoría de su vida exiliado en la India, cuando públicamente exigió la libertad del pueblo tibetano, y según parece, esto le granjeó enemigos, o sea, que se fue quedando poco a poco sin trabajo en ese Hollywood chichinabesco, que mientras existan narcos y camellos, para qué querrán tibetanos. Eso ocurrió, sobre todo, durante el siglo pasado. Porque lo que es este, no sé de nadie –salvo el mismo Richard Gere hasta la década pasada; ¿qué pensarán los libertarios Penélope Cruz y Javier Bardem sobre el caso?–, que haya siquiera emitido un leve eructo tratando de llamar la atención de una nación sin Estado, de un pueblo tan particular como diferente al resto, del que no se sabe prácticamente nada dado el celo chino a comentar lo que en realidad allí sucede. El problema, claro está, no es que los actores y resto de artistas se dejen llevar por el miedo, sino que la práctica totalidad de los países de este mundo, a través de sus gobiernos, dan por bueno que China haga lo que le parezca en un territorio que se parece a Pekín lo mismo que Móstoles a Groenlandia, por más que les duela a los mandarines.
Tíbet es un pueblo único, que reside en la más extensa y alta meseta del mundo, que posee una cultura propia, lenguaje escrito y hablado que nada tiene que ver con el mandarín, y un sistema político, que aunque moleste a Pekín, no tiene –o tenía– absolutamente nada que ver con la dictadura comunista de moda.
Pero con la excusa de liberar a los tibetanos de un sistema feudal teocrático, eufemismo de vamos a conquistar Tíbet porque geopolíticamente nos es muy necesario y porque sus dominios están llenos de recursos naturales, y sobre todo, agua, el Partido Comunista Chino, en 1949 y a punto de tomar el poder de la gran nación y refundar la República Popular China, informó que o pacíficamente o por la fuerza, declaraba prioritario conquistar el Tíbet, Taiwán, Hainan y el archipiélago de Peng Hu. Hasta la fecha, solamente el Tíbet y Hainan pertenecen a China cuando Peng Hu, que sigue siendo parte de Taiwán, y la citada isla, continúan siendo la china en el zapato de un país al que algunos occidentales siguen tildando de moderado.
Cuando en 1949 el ejército de Mao acudió al Tíbet, con algo más de un millón de soldados que ya venían preparados tras haber salido airosos durante la guerra civil china, el gobierno tibetano no pudo más que aceptar un acuerdo denigrante que el Dalái Lama, aún menor de edad, firmó por la fuerza. Ese Acuerdo de los 17 puntos, eufemismo de la anexión tibetana a China, llegó tras ocho meses intensos de ocupación, persecución y restricciones varias donde alrededor de 800.000 tibetanos, entre soldados, casi todos desarmados, y civiles, perdieron la vida. Hay que recordar que Tíbet, hasta 1950, poseía una independencia de facto reconocida por escasos países aunque sí por sus vecinos India y Nepal, entre otros. Pekín, a la conquista del Tíbet, la titula «liberación pacífica». Los últimos representantes del gobierno tibetano aseguraron años más tarde que «el acuerdo fue forzado sobre un gobierno desamparado y aniquilado que no quería hacerlo».
Pero ese supuesto pacifismo chino comenzó a volar por los aires sólo cinco años después del fatídico acuerdo, que es cuando comenzaron las primeras protestas tibetanas serias, para que en 1959 el pueblo del Dalái Lama se rebelara contra el ejercito de Mao Zedong, harto de sus animaladas, donde la diana a golpear cercaba siempre al ciudadano autóctono de esa tierra y su ancestral cultura. Y justo en ese instante, el Dalái, cruzando la inmensa cordillera a pie, dejó para siempre su tierra para exiliarse en la India, donde sigue viviendo esperando su muerte. No hay que olvidar que la única razón para que la República Popular China conquistara el Tíbet tiene que ver con lo que genera su tierra: inmensos yacimientos de uranio (bombas atómicas) y de litio (electrónica) cuando en realidad, lo esencial son sus ingentes reservas de agua, cuando China, justamente, siempre teme la posibilidad de quedarse seca, dada su gran población, casi toda escorada en el lado derecho del país, lo que hace que en la actualidad el acceso al agua potable no les sea, ni mucho menos, fácil.
Cuando Mao Zedong y su Partido Comunista chino comenzaron a asentarse en el territorio que acababan de arrebatar a los dirigentes de la cancelada República de China, se inició una política siniestra donde la Revolución cultural sirvió para que ese ejército abrumadoramente poderoso, en comparación con el pueblo tibetano, comenzara a denigrar aún más a su población civil, muy religiosa, quemando sus monasterios, tantas veces con sus monjes dentro. Hoy día, el gobierno de Xi Jinping –Hu Jintao, el anterior mandatario, fue el que arrancó ese plan–, ha reconstruido la mayoría de templos que los tibetanos en el exilio aseguran que sólo se ha hecho para que el turismo mandarín penetre aún más en el territorio tibetano asumido como propio. Debe saberse que aún a día de hoy los escasos extranjeros que consiguen un permiso para visitar la región autónoma lo hacen bajo la supervisión de los servicios secretos, policías y agentes de viajes. Los hoteles y lugares a visitar siempre son los que albergan un monopolio han absoluto. Y las zonas donde la mayoría es tibetana –y sobre todo si esta fuera insumisa– no son accesibles para el turista extranjero. Además, a los periodistas que no son nacionales no se les permite la entrada, salvo en contadas ocasiones, y siempre bajo el control absoluto de Pekín. Eso sí, a bombo y platillo los medios de comunicación estatales emiten propaganda continua en la que se asegura que China ha generado el progreso y la libertad en una zona sumida en la eterna pobreza y el feudalismo más arcaico.
Cómo no, los campos de trabajo, con los que China somete a la vecina región de Xinjiang, tan musulmana como turcófana subyuga, a día de hoy, a decenas de miles de jóvenes tibetanos, que con la excusa del servicio militar obligatorio –en la mayoría del resto del país no se obliga a los jóvenes a hacer la mili–, son convertidos en súbditos de Pekín. En las escuelas públicas, donde es cierto que se estudia la lengua tibetana, es el mandarín el idioma esencial en un plan de estudios donde se explica al alumno que el Tíbet siempre perteneció a China y que por lo tanto, los tibetanos son ciudadanos chinos.
A día de hoy la cárcel sigue siendo el destino de cualquier tibetano que en internet promulgue rezos, los cuales son parte de su ancestral cultura. Los cargos son simples: se les acusa de separatismo criminal, lo contrario al actual régimen mandarín, donde la oposición, la prensa libre, internet o el derecho a denunciar al poder son una quimera absoluta. En 2011, Tenzin Gyatso, el Dalái Lama en el exilio, y ante la avalancha de críticas de los suyos, se atrevió a decir en una entrevista en la revista Time que «el pueblo tibetano no sólo puede rezar; los actos compasivos y constructivos no son suficientes». Esta frase sigue siendo utilizada por el gobierno de Pekín para acusarle de fomentar el enfrentamiento.
Hablando en plata Tíbet, desde el siglo XIII, perteneció al Imperio Mongol, poseyendo una autonomía superior a la que hoy ostenta desde Pekín, ya que la dirigían ellos y no los mongoles desde Ulán Bator. Esa falacia –comentar internacionalmente que el Tíbet es una región autónoma– ataca directamente a los millones de tibetanos en el exilio, que principalmente residen entre la India y los Estados Unidos. Pero es esencial este dato: en 1913, una China pobre y cansada tras la creación de la República de China –que 36 años después sería depuesta por Mao y su novedosa República Popular comunista–, retiró sus tropas del Tíbet y aceptó, de facto, la independencia de la región. El Dalái Lama anterior al actual regresó a su tierra y la China actual alega que aunque en ese época el Tíbet tuviera soberanía jamás pudo ejercerla.
Lo que debe quedar bien claro es que si el Tíbet fuera como Nepal, la India o Birmania –o sea, una nación independiente–, el turismo podría visitarla sin tener que depender de Pekín y sus feroces controles. Pero lo evidente es que con un Tíbet libre el Dalái Lama residiría con los suyos no en el exilio sino en el palacio de Potala.
Otro asunto tétrico que el poder mandarín ha borrado de la opinion pública es el de las inmolaciones de más de un centenar de monjes tibetanos, que la pasada década, se quemaban a lo bonzo y en plena calle en protesta por la represión china, la falta de libertad religiosa y el genocidio cultural. Aquella manera de protestar tuvo escaso bombo entre las naciones tan democráticas como paralizadas del mundo occidental. Y desde hace unos años nada se sabe ni del número real de fallecidos ni si ese tipo de demanda sigue ejerciéndose.
Hoy Tíbet es una región con tren de alta velocidad, aeropuertos, carreteras y hospitales. A su vez, casas de masaje han florecido en la que los tibetanos consideran su ciudad sagrada, Lhasa, capital de la hoy región autónoma del Tíbet, que de autónoma no tiene nada, o dicho de otro modo, su autonomía la gestionan desde Pekín hombres puestos a dedo, todos de la etnia han, que de tanto en cuando contratan a tibetanos convertidos para tratar de apuntalar a la opinión pública. Pero lo más degradante de todo es que los tibetanos, poco a poco pero sin descanso, se están convirtiendo en chinos, alejándose de su cultura y religión que los mandarines consideran un riesgo para la unidad y estabilidad de su inmensa nación.
Y mientras, los actores y actrices, y sobre todo, los mandamases de los supuestos países democráticos y occidentales, miran para otro lado asumiendo que el tibetano jamás podrá ser lo que desee, salvo que se inmole o se exilie. Y entonces sólo queda recordar lo miserables que somos en Occidente.
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