El crepúsculo de las ideologías

El personalismo del presidente Donald Trump, inspirado en el de Benito Mussolini, es apenas un paso intermedio hasta alcanzar el siguiente eslabón en una cadena que lleva décadas siendo trenzada a fuego lento: la tecnocracia
The post El crepúsculo de las ideologías first appeared on Hércules.  Unos años antes del desarrollo del proyecto militar ARPANET, del que más tarde nacería Internet tal y como lo conocemos, el sociólogo estadounidense Daniel Bell escribió El fin de las ideologías (1960), al que siguió una obra que caminaba en sentido análogo, El crepúsculo de las ideologías (1965), del reconocido intelectual español Gonzalo Fernández de la Mora, donde se recogía un cambio histórico en curso: las oligarquías y las ideologías con las que estas se vestían cada día resultaban más débiles frente al papel social de los tecnócratas, esos individuos encargados de gestionar la planificación social mediante estándares cientificistas. Hoy sabemos, por Elon Musk y Jeff Bezos, que los tecnócratas son los nuevos oligarcas de Occidente.

En este paradigma las ideas resultaban cada vez más intercambiables en favor de un argumento mayor: el criterio que los mecanismos del Estado y la demanda de la Técnica exigen de manera independiente a las ideologías o a la voluntad particular de un puñado de individuos influyentes. Se trata de algo que Zbigniew Brzezinski auguró en esa época, a través de un libro titulado La Era Tecnotrónica (1970) donde se podía leer lo siguiente: «En la sociedad tecnotrónica, la tendencia parece ser hacia la agregación del apoyo individual de miles de millones de ciudadanos descoordinados, fácilmente al alcance de personalidades magnéticas y atractivas que explotan eficazmente las últimas técnicas de comunicación para manipular las emociones y controlar la razón».

La última estación del mundo de las ideologías es una síntesis de todas ellas, que podemos denominar «universalismo» tras los pasos de Gilles Deleuze y Félix Guattari: «Lo universal es, al fin y al cabo, cuerpo sin órganos y producción deseante, en las condiciones determinadas por el capitalismo aparentemente vencedor» (El Anti-Edipo, 1972). La ideología resulta indiferente porque lo que importa es la férrea estructura del Poder auto-legitimado: Klaus Schwab es mucho menos que un pionero tecnócrata; y ni siquiera es un hombre con ideas originales: Alvin Toffler, con el libro El shock del futuro (1970), es una inspiración evidente para ese emisario del «Big Reset» y la Cuarta Revolución Industrial que preside el Foro Económico Mundial.

Las máquinas se han convertido en sujeto de la historia: son ellas quienes producen nuevas máquinas y, a cambio, los hombres venden dicho producto a los hombres, por medio de la publicidad. Günther Anders entendió las causas profundas de las dos guerras mundiales como una consecuencia predecible del avance de la técnica: el legado de esos acontecimientos no es político ni social, sino técnico. El desarrollo de la cibernética, nacida de los rescoldos de Europa tras la gran pira europea en forma de fratricidio cainita, se eleva como el acontecimiento más determinante del siglo pasado, desencadenando un nuevo panorama tecnopolítico, al que hemos dado en llamar, tras los pasos de Jean Robin, como el IV Reich.

La Tercera y la Cuarta Revolución Industrial han tomado el relevo de las dos guerras mundiales en la Historia, generando un desnivel prometeico, pura hybris, entre lo que se consume y lo que se produce. Usamos lo que tenemos a nuestra disposición, como evidencia el ejemplo de Hiroshima: que dispongamos de armas nucleares significa, siguiendo esta lógica maquinal, que en algún momento las usaremos, como en efecto ya hemos hecho. En un estadio posterior y post-industrial, hemos transitado de la fabricación militar de armas sin piloto, los famosos drones, a la fabricación civil de medios de transporte sin conductor, los célebres coches automáticos, cada vez más cercanos a su implementación cotidiana. Su esperada correlación en el terreno de la política fue anticipada por Nick Land: «El reemplazo de los partidos Demócrata y Republicano por dos corporaciones gubernamentales de servicios conducidas por Coca-Cola y Pepsi ha reducido masivamente la corrupción, el uso del erario para intereses políticos particulares y el machismo en la política exterior».

En los años 50 del siglo XX, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, los métodos empleados por nazis y comunistas durante la imposición de sus respectivos regímenes totalitarios en décadas anteriores serían extrapolados para sus propios intereses por la entonces primera potencia mundial: los EEUU. La tensión entre liberación y represión vivida tanto en la República de Weimar de los años 20 como en el ambiente de hippismo californiano de los años 60 es el verdadero espejo en el que debemos mirarnos para entender el presente: los golpes de mano tecnocráticos sufridos en ambos casos gracias a la financiación por parte del Complejo-Militar-Industrial-Tecnológico norteamericano que también se encargó de respaldar a Lenin y a León Trotski, primero, como después se hizo con Adolf Hitler o Lyndon B. Johnson, son muestras convincentes de que ningún cesarismo técnico es realmente novedoso.

Todo experimento social lega un aura de terror que pide la vuelta de los amos: el crepúsculo de las ideologías implica el inevitable retorno de «Los Grandes Antiguos». El tiempo de las «grandes narrativas» y los «proyectos utópicos» ha terminado, absorbido por un Capital deslocalizado o, por mejor decir, omnipotente, a su vez elevado a una condición ficticia, casi metafísica, sin necesidad de encontrar correspondencia alguna con un referente material real. Es el encuentro entre el «trabajador desterritorializado» y el «dinero descodificado», algo de lo que ya habló Jean-François Lyotard: «El capital también es delirio positivo, condena a muerte de las instancias e instituciones tradicionales, decrepitud activa de las creencias y seguridades, cirugía frankensteiana de las ciudades, las imaginaciones, los cuerpos» (Economía Libidinal, 1974).

El personalismo del presidente Donald Trump, inspirado en el de Benito Mussolini, es apenas un paso intermedio hasta alcanzar el siguiente eslabón en una cadena que lleva décadas siendo trenzada a fuego lento: la tecnocracia. El reciente anuncio de que 500 billones de dólares serán destinados por el Estado norteamericano al exclusivo sector de la Inteligencia Artificial, con el Microsoft de Bill Gates a la cabeza, marca el verdadero camino al que nos dirigimos: la tecnocracia, donde Estado y Mercado trabajan agrupados como coalición, de espaldas al pueblo, ajustándose perfectamente a la medida del modelo chino que ahora se pretende instaurar en Occidente. China no ha sido en ningún momento una alternativa «multipolar», como acaso cree el filósofo ruso Alexander Dugin, sino un campo de pruebas para el Nuevo Orden Mundial, al menos desde que Deng Xiaoping sustituyera a Mao Zedong como Líder Supremo del país en el lejano año de 1978.

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