La filosofía de Ernst Jünger

Jünger rebasa la línea que separa la época del nihilismo de la siguiente y siembra sus propios pilares para comenzar a erigir un mundo nuevo a partir de una cosmovisión diferente
The post La filosofía de Ernst Jünger first appeared on Hércules.  El 9 de marzo de 1995 un hombre centenario explicó en el despacho de su casa lo siguiente a dos agradecidos visitantes: «Nací en 1895, el mismo año en que Wilhelm Röntgen descubre los rayos X. Dicho descubrimiento da nacimiento al siglo de la técnica. Por primera vez se puede mirar en el interior de la materia y observar aquello que el microscopio no permitía ver. Sin Röntgen no habríamos tenido el desarrollo de la investigación sobre el átomo, no se habría conseguido su escisión ni se habría podido pensar en la fisión atómica. Un pequeño gran gesto científico está, como pueden ver, en el origen de la modernidad de este siglo».

Ernst Jünger, autor de estas líneas, continuó con el trabajo iniciado por Oswald Spengler a la hora de radiografiar el impacto de la técnica en la nueva época, al reconocer en la IGM el primer conflicto mundial entre potencias industriales: «Lo que esta visión de la historia y su kulturpessimismus produjeron en nosotros no fue, sin embargo, una actitud crepuscular. Nosotros, los jóvenes, no nos podíamos permitir una décadence como la que a finales del siglo XIX se había permitido la generación francesa de Huysmans. La fatiga al anochecer es saludable, pero antes del mediodía es preocupante». De la cultura del pesimismo nació la sana esperanza en un renacer áureo.

La «transvaloración de los valores» todavía queda lejos; en su lugar, sólo es posible hablar, al menos por el momento, del «desvanecimiento de los valores», tomando a Friedrich Nietzsche y a Fiódor Dostoievski como punto de partida. Ese «desvanecimiento» (Schwund) acelera la destrucción de todo baluarte imaginable, que va desde lo psíquico a lo espiritual pasando por lo moral, pero también del propio nihilismo que nos atenaza en sus garras. Al final existe una esperanza en la promesa de que también el nihilismo pasará, como todo aquello que lo precedió, aunque en apariencia su final no esté a la vista.

Junto a Spengler, Ernst Niekisch influyó decisivamente en las ideas de Jünger, permitiendo al proletario enclavado en una dimensión estrictamente materialista volar hasta su novedoso papel sociocultural, recién adquirido: un Prometeo orientado hacia la metafísica. El interés en el mito o en la historia permitió a una nueva generación hallar un cierto optimismo teleológico del todo ajeno a la generación anterior, encallada en el simple decadentismo, gracias al empuje de una nueva figura: el trabajador. La masa requiere de estrictas normas, se rige en base al constitucionalismo que es el soporte de la democracia moderna… No así el trabajador, ese conjunto social compuesto por «grandes solitarios» en los que todavía es posible confiar.

Jünger da cuenta de un tiempo intermedio, de traspaso de poderes cósmicos, donde el relevo de los nuevos dioses por parte de los viejos puede dar paso, en el tránsito de la espera, a la aparición de los «titanes». Lo anterior se ha consumado, asume, sin que llegue su sustituto: «Quién no ha experimentado sobre sí el enorme poder de la Nada y no ha padecido su tentación, conoce bien poco nuestra época». Tanto en Sobre la línea (Über die Linie, 1950) como en Tratado del rebelde (Der Waldgang, 1951), el alemán trazará un análisis del nihilismo que generará la admiración del filósofo más importante de la época: Martin Heidegger.

Y también analizará los efectos de la época sobre lo humano en tres textos más que generarán la misma impresión, el mismo debate en confluencia y límite, con el propio pensamiento heideggeriano: La movilización total (Die totale Mobilmachung, 1930), El trabajador (Der Arbeiter, 1932) y Sobre el dolor (Blätter und Steine, 1934). Allí dará cuenta de, por ejemplo, la perversión del lenguaje; un tema que retomará en su más célebre novela, Eumeswil (1977): «La agresión contra el lenguaje nacido de los siglos y de la gramática, contra la escritura y el signo, forma parte de una simplificación que entró en la historia bajo el nombre de revolución cultural». El desborde de energía y el crecimiento técnico sin el sustento de las ideas como principal argamasa de técnica y nihilismo.

En Sobre los acantilados de mármol (Auf den Marmorklippen, 1939), se plantea una resistencia interior puramente individual: ante la fractura del mundo, queda el repliegue en uno mismo; sobre todo cuando el desarrollo de la técnica anticipa el despliegue de una forma política históricamente posterior a la nación, el Gobierno mundial: «La técnica, en tanto que fenómeno universal, cosmopolita, que lleva inexorablemente a la globalización, prepara el Estado mundial, y lo que es más, en cierta medida ya lo ha realizado. El Estado mundial es su correlato político».

Un brillante compañero histórico, distante pero en buena medida coincidente en no pocas consideraciones, y sobre todo en las relativas a la citada superación del pesimismo cultural, fue el Premio Nobel de Literatura Hermann Hesse, quien compartía la visión de Jünger sobre la necesidad de desplazar su visión histórica del hombre a la Tierra, de lo antropocéntrico a lo cíclico.

Si la técnica ha alienado al hombre, el retorno a los ciclos naturales de la Tierra supone un parapeto seguro frente el asedio de lo artificial, un adarve firme contra el signo de los tiempos. El «trabajador» forma parte de la Edad de Oro venidera donde el espíritu por fin ha tomado el lugar antaño reservado para la razón. Cuando la técnica y el nihilismo, por medio del trabajo y el vaciamiento, se han vuelto potencias totalizadoras a una escala planetaria, Jünger encuentra una salida a ellas en un vínculo trascendente de la persona singular soberana que aún puede trazar un camino particular e intransferible a través de una subjetividad que se desarrolla libremente: es la senda marcada para el «anarca».

Condenado a un exilio no solicitado, el hombre jüngeriano mira esperanzado a esa misma sociedad que lo ha forzado a devenir «anarca». En el necesario reencuentro con su propia soledad está la dichosa conciliación de lo humano con esa chispa de lo divino que porta en su interior; y en la esencia del hombre se halla también, escondida, la propia substancia de la Historia.

No hay refugio colectivista, a la manera del anarquista, en la conquista interior del «anarca». Lo que para Sócrates o Plotino es el daimon de la realidad intermedia, para Jünger lo es «el bosque» donde se custodia el espíritu. Puede que la naturaleza exterior tiemble y recule ante la potencia destructora del ser humano, pero la naturaleza interior del ser libre permanece intacta ante dichas embestidas del tiempo. El amor transmuta la materia de una forma que sólo ahora estamos empezando a comprender científicamente: «Eros conseguirá siempre la victoria final sobre las ficciones de los Titanes, ya que es el auténtico mensajero de los dioses».

Jünger vio en la reaparición de un cierto interés social por la metafísica, así como en la destrucción del paradigma científico newtoniano y copernicano, toda una sintomatología para certificar el fin del nihilismo, por la fuerza del amor. Mientras se cruza la línea, el individuo solamente puede emboscarse en la selva de la interioridad. En su libro En el muro del tiempo (An der Zeitmauer, 1959), Jünger rebasa la línea que separa la época del nihilismo de la siguiente y siembra sus propios pilares para comenzar a erigir un mundo nuevo a partir de una cosmovisión diferente; y, para ello, estudia la historia y la astrología, la naturaleza del tiempo y el cosmos, comienza a asomarse a una época posterior a la del nihilismo.

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