Timor es mucho más que su capital. Un país repleto de naturaleza excelsa y playas de arena blanca donde la civilización aún aspira a llegar
The post Timor leste: el último diamante en bruto del sureste asiático first appeared on Hércules. Si fueran participantes de esos concursos televisivos donde se pregunta y responde sin cesar, una cuestión que podría confundirles sería que nombraran a las naciones que comprenden el llamado Sudeste Asiático. Sin duda alguna, los primeros países que les vendrían a la cabeza serían Tailandia, Vietnam, Camboya, Laos, Malasia y Birmania, en sí los estados continentales. Luego, si hilaran muy fino, recordarían que tanto Singapur como los inmensos archipiélagos de Indonesia y Filipinas también pertenecen a ese grupo de países, cuando seguramente no caerían en la cuenta de Brunéi, un sultanato casi desconocido para el público en general donde vacacionar sigue siendo una extrañeza. Pero es que aún existe otra nación, concretamente uno de los últimos estados creados sobre la faz de la tierra. Y aunque cada vez menos, allí se habla portugués, cuando además esa república es la nación donde se congrega un mayor número de católicos –la práctica totalidad; algo más del 99%–. Y claro, les estoy hablando de Timor Oriental, o como se les conoce internacionalmente por su acepción lusa: Timor Leste.
Le queda muy cerca Australia, concretamente hacia el sur, a solo hora y poco de vuelo, donde el avión arriba en Darwin, la ciudad australiana más populosa del norte de su territorio. Porque Timor Leste está en el hemisferio sur, compartiendo una isla con sus enemigos indonesios, país que invadió a Timor y trató de exterminarlos. Gracias a Dios, no lo lograron. Aunque hoy hayan comprendido que las alianzas comerciales –su cerveza Bintang, tan acuosa como depresiva– también se ha convertido en la birra nacional timorense, cuando no son pocas las grandes empresas llegadas desde Yakarta que ayudan a que Timor florezca y ellas sigan facturando a granel.
Pero rebobinemos. Cuando en el siglo XVI Portugal invadió Timor –a veces barrunto si el conquistador hubiera sido España–, los nativos no sospecharon que el matrimonio forzado les iba a durar hasta 1975. Sin embargo, cuando el pueblo timorense consiguió la independencia de Portugal sí que veía venir la intrínseca violencia-conquistadora de sus inmensos vecinos indonesios: un país gigantesco, que en la actualidad se acerca a los 300 millones de habitantes, cuando la otra gracia era lo que parecía ser: que el pueblo musulmán tratara de aniquilar al mundo católico. Y casi que lo consiguieron.
Pero la segunda desgracia para el pueblo de Timor llegó el 7 de diciembre de 1975, que fue el día elegido por el ejército indonesio para invadir a la ex colonia portuguesa –acababan de salir de lo luso; aún parte de su población desconocía la buena nueva– con la excusa de la lucha contra el colonialismo. Veintisiete años duró la cruenta guerra, purga, exterminio, y a fin de cuentas, invasión indonesia. Se cree que alrededor de 80.000 timorenses –el país, en la actualidad, supera el millón de habitantes; cuando la invasión vecinal, sólo censaba a medio millón–, fallecieron. Una auténtica brutalidad que hoy se ignora por completo.
Al inicio del intento de conquista, el ejército timorense se refugió en sus montañas como junglas, cuando Indonesia recibió la ayuda para el exterminio –que no se olvide la verdad– de los Estados Unidos y Australia, entre otros. Pero como la cosa no terminaba de cuajar y las denigrantes acciones conquistadoras tuvieron eco en el resto del mundo, la tenebrosa ONU decidió entrar –más vale tarde que nunca– en el territorio cuasi destruído para organizar un referéndum donde, claro está, arrasó el sí a la creación del Estado de Timor. Al replegarse, las fuerzas indonesias arrasaron con todo –y todos– los que encontraron a su paso. Hoy día, ni la propia ONU, ni por supuesto Indonesia, ni tristemente el gobierno de Dili, capital de Timor, han rendido cuentas o han exigido compensaciones. El capitalismo, como siempre, doma a las fieras e incluso a los parias.
Lo esencial a partir de ahí es que se creó una nueva nación. Concretamente el 20 de mayo de 2002, tras dos años y medio de administración de la ONU, Timor Leste fue nombrado estado independiente, concretamente el primero en lo que iba de siglo XXI. Un país, que aunque de nuevo cuño, existía desde tiempos casi inmemoriales.
En 2024 estuve visitando Timor Leste. Y para que entiendan qué nivel de paz, concordia y confianza existe en Timor, tras 24 horas paseando por Dili, la capital donde se aprecian los primeros rascacielos levantados por empresas chinas entre chabolas y campo abierto, entablé relaciones, y no precisamente diplomáticas, con José Ramos Horta, presidente de la nación, al que entrevisté para la revista Alfa & Omega. De aquella mañana en su palacio presidencial, sólo extraí dos asuntos esenciales: que la diplomacia no es sinónimo de verdad a la hora de ser entrevistada; y que el presidente –cargo algo testimonial, ya que el primer ministro, elegido tras elecciones, es Xanana Gusmao; o sea, el que manda– apoya que China e incluso Indonesia –el país que hasta nada los exterminaba– inviertan, tantas veces destruyendo el medio ambiente, otras veces sacando divisa, en su virginal nación.
Para los que turistean, Timor Leste es un auténtico milagro. No esperen las mejores playas –que las hay–, ni la mejor comida –que no la hay–, ni que sea el país más barato –algo caro, incluso–. Pero Timor es, sin ningún lugar a dudas, un milagro al que le quedan, como a Corea del Norte, tres telediarios. Un país donde las carreteras están por construirse, en muchísimos casos, y donde la naturaleza supera con creces a todos sus vecinos, ya que en su ecuación les ganan a todos: el 80% del país es virgen y sólo contabilizan su 1.300.000 habitantes.
Como anécdota, frente a mi hotel en Dili, una playa natural y completamente vacía, donde yo paseaba a diario. Hasta que una tarde, empujado por la curiosidad, me metí para bautizarme en semejante amasijo de naturaleza. Y con la experiencia del resto del sudeste asiático ya visitado, sabía no sólo que el agua estaría caliente, sino que la profundidad sería inexistente, salvo que quisiera caminar, y no precisamente sobre el agua, varios cientos de metros. Al salir, el guarda de seguridad del hotel, astuto y pendenciero, me lo aseguró: “Señor, hasta hace poco, ahí vivían los cocodrilos”. Debo reconocer que el fondo era cenagoso. Barro puro. Sensaciones extrañas, como cuando las plantas de mis pies se posaban sobre ese fango absoluto.
Pero incluso así, Timor es mucho más que su capital. Un país repleto de naturaleza excelsa y playas de arena blanca donde la civilización aún aspira a llegar. “Tenemos suerte de que los chinos, indonesios y australianos sólo quieran invertir en la capital”, me aseguró el hermano de Ramos Horta, correa de transmisión para que yo pudiera conocerle en su excelso palacio. Porque Timor Leste es el último diamante en bruto que queda por pulir. Cuando la Antártida se aproxima como el final de todo lo virginal.
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