En medio del silencio internacional, Sudán vive una guerra brutal marcada por el hambre, el oro y la ambición de potencias extranjeras
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Joven con la bandera sudanesa I National Geographic
A más de dos años del estallido de un nuevo conflicto armado en Sudán, el país africano vive sumido en una espiral de violencia, crisis humanitaria y abandono internacional. Mientras el mundo gira su mirada hacia otros escenarios geopolíticos más visibles, como Ucrania o Gaza, Sudán se desangra en silencio. La guerra civil que enfrenta a las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y a las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) ha dejado más de 13 millones de desplazados y ha sumido a más de la mitad de la población en una situación de inseguridad alimentaria crítica. Sin embargo, este conflicto no es una ruptura repentina, sino el último capítulo de una larga historia de inestabilidad, represión y lucha por el poder.
Desde su independencia del Imperio Británico en 1956, Sudán ha sido un país marcado por la guerra. Dos conflictos civiles prolongados entre el norte y el sur del país precedieron a la secesión de Sudán del Sur en 2011. Estas guerras dejaron cientos de miles de muertos y una economía completamente devastada. Durante tres décadas, el país estuvo gobernado con mano de hierro por Omar al-Bashir, un dictador cuya política de represión y alianzas con milicias paramilitares profundizó las divisiones étnicas, religiosas y políticas. En 2019, tras una oleada de protestas populares, al-Bashir fue derrocado. En su lugar se instauró un Consejo Soberano compuesto por civiles y militares que debía conducir la transición hacia una democracia plena. Sin embargo, las tensiones entre los antiguos aliados estallaron cuando se hizo evidente que ninguno de los sectores armados estaba dispuesto a ceder el poder.
Los bandos enfrentados
Las dos facciones principales que hoy se enfrentan en Sudán son las SAF, comandadas por el general Abdel Fattah al-Burhan, y las RSF, lideradas por Mohamed Hamdan Dagalo, conocido como “Hemedti”. Ambos formaban parte del núcleo de poder que derrocó a al-Bashir, pero las diferencias en cuanto a la integración de las RSF dentro del ejército nacional, así como la lucha por el control de recursos estratégicos, llevaron al colapso del acuerdo de transición. Desde abril de 2023, las ciudades sudanesas se han convertido en campos de batalla. Jartum, la capital, está prácticamente destruida por los bombardeos y los enfrentamientos. Darfur, una región ya devastada por conflictos anteriores, ha sido escenario de masacres, desplazamientos forzosos y campañas de limpieza étnica.
Las RSF tienen una historia especialmente oscura. Originadas en las temidas milicias Janjaweed, responsables de crímenes atroces durante el conflicto de Darfur en los años 2000, estas fuerzas fueron formalizadas por el régimen de al-Bashir como un brazo paramilitar legalizado del Estado. Bajo el mando de Hemedti, se convirtieron en una entidad con enorme poder económico y militar, gracias al control de minas de oro y a la participación en guerras extranjeras como la de Yemen o Libia. Se les acusa de múltiples violaciones a los derechos humanos, incluyendo asesinatos sistemáticos, violencia sexual y tortura. Su táctica de guerra se basa en el terror: asedios a ciudades, saqueos, uso del hambre como arma y ataques indiscriminados a la población civil. Aunque han sido denunciados por múltiples organismos internacionales, siguen operando con una impunidad alarmante.
La peor crisis humanitaria del mundo
La situación humanitaria en Sudán es, según las Naciones Unidas, la peor del mundo en estos momentos. Más de 25 millones de personas —más de la mitad del país— necesitan ayuda urgente. El sistema sanitario ha colapsado, el acceso al agua potable es cada vez más difícil y el riesgo de hambruna es inminente en varias regiones. Muchas zonas están completamente sitiadas por las milicias, lo que impide la entrada de ayuda humanitaria. La violencia sexual es usada como herramienta de guerra, con decenas de testimonios que relatan violaciones colectivas y secuestros de mujeres y niñas. Algunos de los pocos testimonios que logran salir del país, como los recogidos por organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, describen escenas desgarradoras: familias que mueren de hambre en campos improvisados, hospitales destruidos, niños reclutados a la fuerza. En el campo de desplazados de Zamzam, por ejemplo, las condiciones de vida son tan extremas que los residentes han comenzado a organizarse para repartir los pocos víveres que llegan a través de redes informales, a menudo arriesgando la vida para obtener algo de comida o medicinas.
La respuesta internacional
Lo más grave es que la respuesta internacional ha sido tan tímida como fragmentada. Varios países han intentado actuar como mediadores en las negociaciones, entre ellos Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes Unidos y Estados Unidos. Sin embargo, los intereses geopolíticos y económicos de estas potencias complican su papel como árbitros neutrales. Los Emiratos, por ejemplo, han sido señalados por proporcionar apoyo material a las RSF, al tiempo que intentan mantener una imagen de potencia estabilizadora en la región. Egipto y Arabia Saudita, por su parte, respaldan a las SAF, preocupados por el avance de fuerzas paramilitares que podrían desestabilizar su propia seguridad interna. Estados Unidos ha impuesto sanciones, pero sin lograr un impacto real en el terreno. Y la Unión Africana, que debería liderar el proceso de paz, ha sido criticada por su falta de iniciativa y coherencia.
Uno de los actores más inquietantes en este conflicto es el Grupo Wagner, una organización paramilitar rusa que ha operado en Sudán desde 2017. Inicialmente llegó para asegurar concesiones de oro en nombre del Kremlin y para garantizar una presencia estratégica rusa en el Mar Rojo. Wagner ha estado involucrado en el contrabando de oro, proporcionando armas y entrenamiento a las RSF, y participando en combates directos en momentos puntuales. En 2024, según informes, Wagner habría comenzado a cambiar de bando, acercándose a las SAF a cambio de la posibilidad de establecer una base naval rusa en Port Sudan. La participación de este grupo refleja cómo el conflicto sudanés ha sido instrumentalizado por potencias extranjeras para avanzar agendas propias. Estados Unidos ha denunciado esta implicación rusa, mientras que Ucrania ha llevado a cabo operaciones encubiertas contra activos de Wagner en Sudán, como parte de su estrategia para debilitar la red del Kremlin en África.
En manos de la geopolítica
Todo esto se suma al trasfondo económico del conflicto. Sudán no solo es rico en oro; también posee grandes extensiones de tierra fértil, minerales estratégicos y una localización geográfica privilegiada. Sus costas sobre el Mar Rojo y su cercanía a rutas comerciales globales lo convierten en un enclave codiciado por actores como China, que ya tiene inversiones importantes en el sector energético y de infraestructura. Sudán representa un nodo geoestratégico que vincula el norte de África, el Sahel, y el Cuerno de África, regiones que están todas atravesadas por conflictos, migraciones masivas y redes de tráfico ilegal. Controlar Sudán, o al menos influir en su gobierno, es controlar una puerta de entrada clave a África y al comercio global.
Mientras tanto, la población civil paga el precio más alto. Las historias que llegan desde Sudán son de una dureza difícil de imaginar. Padres que deben elegir entre huir con sus hijos o quedarse y morir de hambre. Mujeres que son violadas delante de sus familias. Médicos que operan sin anestesia en hospitales improvisados. Y todo esto sucede lejos de los focos mediáticos, sin trending topics ni cumbres internacionales de urgencia.
Sudán no es solo una guerra más en el sur global. Es un espejo de cómo los intereses internacionales, la indiferencia y la falta de una arquitectura global justa pueden condenar a millones a vivir —o morir— en el olvido. La comunidad internacional aún puede actuar: presionar por un alto el fuego, abrir corredores humanitarios, sancionar a quienes financian la violencia y apoyar un proceso de paz real. Pero para eso, primero hay que mirar hacia Sudán, y atreverse a no apartar la vista.
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