Creo que el legislador debería decidirse: o bien legalizar la prostitución con todas las consecuencias, según el modelo de nuestros antecedentes históricos; o bien prohibirla sin paliativos, sin hacer la vista gorda
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Esta frase, atribuida al filósofo La Rochefoucault, no deja de darme vueltas en la cabeza. Y ello porque algunos medios de comunicación atribuyen al exministro José Luis Ábalos haber gozado de los favores de señoritas de compañía. En román paladino, “prostitutas”, por no decirlo incluso de forma más castiza. Llegan a sugerir que, en pleno confinamiento durante la epidemia de coronavirus, participó en una salvaje bacanal en un hotel de lujo. ¿Qué hay de verdad en acusaciones de semejante jaez? Hasta donde yo sé, nada, puesto que las fuentes no están confirmadas. Sea como fuere, lo que más me llama la atención son los desmentidos tajantes de haber tenido algo que ver con el sexo venal. En efecto, determinadas conductas contaminan. Legales o ilegales, la sociedad las juzga sucias, como auténticos vicios.
El debate sobre la licitud de la prostitución es muy antiguo. El tema me interesa porque mi padre, Manuel Villegas Ruiz, que es historiador, escribió un libro sobre las “mujeres que ganan dineros”, denominación ésta que se aplicaba durante el Antiguo Régimen a las profesionales del sexo. Dicha monografía, titulada “La prostitución en Córdoba en el siglo XVI”, me descubrió que esta práctica, lejos de estar prohibida, la regulaba el poder público. Así, al frente de cada prostíbulo se hallaba un encargado o “padre de la mancebía”, a quien se encomendaba la adecuada prestación del servicio. Por ejemplo, velaba porque ninguna de las trabajadoras estuviese enferma, a cuyo efecto se programaban visitas regulares de cirujanos y médicos municipales. Va de suyo que el oficio no estaba exento de impuestos, sino sujeto a estricta tributación. Y, ante todo, se buscaba evitar el escándalo, por lo que se excluían a las “casadas”, las “mulatas” o “las que tengan sus padres en la tierra”, según rezaba una ordenanza de Felipe II. Eso sí, aquellas mujeres no se libraban del estigma social, pues los textos normativos las calificaban sin remilgos de “pecadoras”.
Creo que el legislador debería decidirse: o bien legalizar la prostitución con todas las consecuencias, según el modelo de nuestros antecedentes históricos; o bien prohibirla sin paliativos, sin hacer la vista gorda. Me escandaliza el limbo legal, esa zona de penumbra jurídica donde medra la delincuencia y la explotación. Por otro lado, ya en un plano moral, me parece un vicio repugnante. Tanto es así, que no tengo ninguna confianza en aquellos individuos que caen tan bajo; peor si ejercen responsabilidades políticas, ya sea en la órbita del Gobierno o de cualquier otro poder del Estado. Por eso entiendo perfectamente la indignación del señor Ábalos, ya que un hombre sin honra, no es nada.
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