Poipet oficialmente alcanza los 100.000 habitantes, aunque cada noche de cada día, suele aumentar en varias decenas de miles su inventario de moradores. La ciudad es la más importante de la muy desconocida provincia camboyana de Banteay Meanchey. Y, sin duda, un lugar convertido en vertedero humano
The post Poipet, el circo humano que no sale en las guías de viajes first appeared on Hércules. Yo llegué a Poipet dispuesto a comerme el mundo, tratando de enterarme de por qué menores tailandesas eran tratadas como perras sarnosas al cruzar la frontera con Camboya para poder atender a chinos tan ludópatas como viciosos en esos casinos montados para su placer situados en esas no man’s land donde campan aún más a su anchas que en ese Triángulo Dorado donde realizan el mismo tipo de tropelía salvo por una novedad: mientras en la frontera laosiana con la provincia china de Yunnan el 100% de los que por allí pululan son mandarines, en el espacio entre Aranyaprathet, ciudad fronteriza tailandesa, y Poipet, su homónima camboyana, la mayoría del público es siamés. Y otro detalle con importancia: en Poipet ya viven los suficientes chinos como para que la economía dependa de ellos. Y no sólo por sus casinos, tantas veces clandestinos, hoteles desconchados y casas de masaje que en realidad son burdeles. Pero vayamos por partes y hablemos de Poipet, una ciudad que no es que no vaya a ser jamás olímpica, sino que si padeciera un terremoto de alta intensidad dudo mucho coparan sus calles destruidas alguna portada en medios internacionales. Porque Poipet está fuera del sistema. Muy fuera. tan fuera que sólo este medio escribe sobre ella.
Poipet, ciudad en la que estuve al menos tres veces en los años 2014, 2015 y 2016, y una de esas veces cubriendo la deportación masiva desde Tailandia de miles de jemeres que trabajaban ilegalmente en la pesca, demasiados de ellos menores de edad, y que embutidos en camiones-jaula eran devueltos a sus tierras. De aquello nadie fue capaz de escribir una sola línea. Ya saben: o negros, o subsaharianos en pateras o mujeres o niños o terremotos o tsunamis o secuestros o Netflix para hacerlo aún más real. Y para todo lo demás, silencio sepulcral. Y eso que los pobres jemeres sufrieron, y hace bien poco, la masiva violencia de Pol Pot, ese superhéroe maoísta que sigue sin ser estudiado en las escuelas occidentales, no fuera a ser que algunos padecieran un ataque de ideales difícil de justificar.
Poipet, que se sitúa al oeste de Camboya, justo en la frontera tailandesa camino de Bangkok, es una ciudad lamentable, pordiosera, apestosa, putera, peligrosa y de esas que su población se dobla en un lustro y triplica en una década mientras muchas calificaciones sin base alguna la muestran como ejemplo de no sé qué para la geopolítica y el PIB. Y la razón a su violento aumento de censo y dinero a raudales sólo hay que buscarla en el vicio y el fornicio. Como repetiré varias veces en ese texto, no verán a ningún corresponsal patrio e incluso extranjero, si este proviniera de países primermundistas, escribir nada sobre este amasijo de crueldad. Poipet como séptimo continente y jamás como séptimo arte. Poipet como la antípoda del turista.
Yo regresé hace unos meses, tras siete años y medio, y aunque me habían hablado de muchos cambios y todo eso, jamás imaginé nada parecido. Porque desde el mismo paso fronterizo, el drama humanitario salta a la vista con miles de personas caminando de forma atropellada en busca de casinos, alcohol, sexo y drogas. Esencialmente, el tailandés que cruza la frontera lo hace únicamente para apostar, práctica prohibida en su país si de casinos hablamos. Pero antes de acceder al infierno de Poipet, hay que toparse con la muy corrupta policía camboyana, que a sabiendas de los intereses ludópatas del personal, buscan la manera de afanar billetes de cualquier divisa extraídos directamente de sus bolsillos como si tal cosa. Y por cierto, en el afán del caos, en el barrio aún más lejano de la ilegalidad más exacta, los bahts tailandeses, los dólares americanos y los yuanes chinos, junto con los casi ninguneados rieles camboyanos, se promueven como una verdad monetaria que no es fácil de encontrar en otra parte del mundo. Porque atravesar el edificio que sella los visados de entrada al país es una odisea lamentable, donde siempre, absolutamente siempre, el funcionario uniformado de turno, que suele ser gordo y alcohólico, trata primero de cobrarte de más, cuando finalmente te devuelve el cambio errado, intentando que la vergüenza controle tu ira.
Para llegar hasta ese lugar del que nadie habla –como casi nadie habla en público de sus vicios y perversiones–, tomé un tren de la de red nacional de ferrocarriles tailandesa que desde Bangkok me entregó a la ciudad siamesa de Aranyaprathet, que aunque parezca mentira y posiblemente por la cercanía con el infierno, cobra de más por cenas junto al paso fronterizo, cuando además se cocina peor; como si por una sola vez Camboya generara influencia en la muy superior Tailandia; influencia muy negativa.
Tras esquivar los 50 dólares que me dijo el policía que debía pagar por el clásico visado de un solo mes –en realidad son 35–, me di cuenta de que no existían en todo el edificio gubernamental cajeros automáticos, por lo que tuve que negociar con el oficial para que me buscara una moto con chofer. Con él me adentré, sin permiso ni pasaporte –tanto mi documentación como mi maleta se quedaron custodiadas–, en la, ya sí, ciudad de Poipet, a la búsqueda de dinero contante y sonante.
Tras quince minutos sobre una motocicleta muy mejorable, uno comprende la enorme diferencia visual no sólo entre Tailandia y Camboya, sino entre los casinos adjuntos al paso fronterizo, donde se agolpa el 95% de la población de la zona, y aquella única avenida que me llevó a un cajero donde uno encuentra la verdad verdadera: de las máquinas que expenden efectivo en Camboya salen dólares americanos cuando la moneda local es el riel. Ya en plena noche, que es cuando todos los gatos son pardos, descubres que en casi cualquier establecimiento se aceptan los citados dólares además de los baths tailandeses, los yuanes chinos, y a modo de calderilla, los rieles camboyanos que hacen de monedas, las cuales, en realidad, no existen.
Tras entregar mis 35 dólares al oficial para poder recoger mi pasaporte y maleta, y así volver a entrar a Camboya, esta vez de manera oficial, accedí a los dos mejores casinos, al menos por su envergadura, donde el caos era absoluto: cielos estrellados artificiales, fuentes ostentosas que manaban agua sin cesar, columnas jónicas de yeso, y decenas de azafatas en minifalda, croupiers y miembros de seguridad, muchos de ellos traídos desde la República Popular China que fundó el 1 de octubre de 1949 Mao Zedong. Allí descubrí que además de todo esto, existían, por primera vez desde que tengo uso de razón en el sudeste asiático –sólo me faltan las Filipinas por visitar–, personas que se dedicaban de forma habitual al hurto, la estafa, e incluso, para darte suerte, según ellos anunciaban.
Y chinos y, sobre todo, tailandeses muy jóvenes, exhibían su orgullo moldeable tirando fichas poco importantes por sus valores contra los innumerables tapetes. Eso sí, conforme ibas escarbando te iban ofreciendo desde créditos instantáneos hasta compañeros de partida, y cómo no, chicas de compañía. Claro está, que en los numerosísimos reservados eran los chinos con poder los que se juntaban para apostar lo que no está escrito, a la vista de prácticamente nadie.
Los hoteles levantados por los chinos rodean la zona de casinos. Allí se trata de captar a los que acaban esquilmados y/o borrachos, cuando no esquilmados, borrachos y acompañados por sonrientes damas, tantas veces tan jóvenes como tailandesas. De esas que cruzan la frontera por la tarde y regresan a casa por la mañana, contándoles a sus padres, supongo, que los trabajos de empleadas en los casinos son muy duros. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Camino de mi hotel, a kilómetro y medio del epicentro del mal, sito en la misma avenida que nace en la frontera con Tailandia y finaliza en la estación de autobuses, me fui topando con más prestamistas, proxenetas y conductores de motocicleta que te llevan adonde tú quieras y a por lo que realmente desees. Pero caminar cuando el almanaque avanza un día más, con la noche estrellada y el olor a carbón quemándose en las numerosas parrillas que hacen de riberas de la avenida, y donde se agolpan no pocas personas a llenar el buche tras otra noche de pérdidas y alcoholismo, suele resultar agradable, dado que la contaminación lumínica y sonora de la zona de casinos, poco a poco, comienza a dispersarse.
Tras esquivar a un ladrón de poca monta –es muy extraño que se robe con violencia, y más a un señor de metro noventa que camina de manera extraña– y decir quince veces que no a masajistas que desde las puertas del spa te ofrecen a grito pelado masajes de madrugada, llegué a mi habitación a quince dólares la noche –sin aire acondicionado; con ventilador–, donde pude dormir tras introducirme dentro de la mosquitera y aplastar con mi chancla a una inmensa cucaracha.
Poipet oficialmente alcanza los 100.000 habitantes, aunque cada noche de cada día, suele aumentar en varias decenas de miles su inventario de moradores. La ciudad es la más importante de la muy desconocida provincia camboyana de Banteay Meanchey. Y, sin duda, un lugar convertido en vertedero humano. El dinero corre a mansalva así como las pastillas de ja va y metanfetaminas, cuando por qué no decirlo, las enfermedades venéreas suelen ser el tratamiento más popular en las numerosas clínicas de chichinabo, que cerca de la zona de casinos, ofertan las pastillas tanto para desprenderse del problema tras un sexo sin protección como para cazarlo: la viagra y el cialis, que traídos de manera ilegal desde China, se venden sin cesar para que la frustración del perdedor del tapete y alcoholizado sin erección suficiente, mejore. Aunque sea por una hora y poco. porque la vida es presente y casi nunca futuro.
Pero en Poipet también hay colegios. Y bancos. Y hasta una especie de hospital para los nativos. Además, una estación de autobuses patética, donde los baches y el barro –sobre todo en época de lluvias– te pueden alejar lo máximo posible del auténtico epicentro del mal. Yo aquella mañana elegí un destino notable: la histórica ciudad de Battambang. Y sólo a los cinco minutos de trayecto, que es donde regresan los arrozales, los campesinos y las sonrisas, Camboya volvió a ser Camboya y no un experimento bacteriológico de dimensiones aberrantes donde los seres humanos aumentan las posibilidades de ser robados, golpeados, violados, estafados e incluso, fallecidos por sobredosis.
Antes de tomar el bus, tirándole una foto con el móvil a una inmensa montaña de bolsas de basura del que un ejército de ratas daba buena cuenta, fui a introducir a mi móvil una tarjeta SIM jemer para poder viajar por el país conectado. Y cuando le pregunté a la señorita, la cual muy educadamente y en un inglés más que suficiente me atendía, que qué significaba toda esta odisea humana, me contestó de manera segura y orgullosa el auténtico tiro de gracia: “we are a developed country, sir”.
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