El único Progreso admisible para el filósofo tiene lugar en el campo moral: como asistente de la Providencia. Aproximarse al mundo con pericia y vivir bien en él componen una y la misma cosa
The post Elogio de la filosofía griega first appeared on Hércules. Dentro del teísmo occidental, hay que distinguir dos concepciones de Dios: la del Gran Arquitecto y la de la Providencia. Es decir, el Dios de Isaac Newton y, antes que él, el Dios de Agustín de Hipona. Este punto, en apariencia de carácter teológico, puede extenderse hasta terminar de dibujar dos cosmovisiones contrapuestas: Progreso y Providencia. La mera creencia en uno de los dos presupuestos, un Arquitecto Universal o el Progreso, por un lado, y la Providencia, por otro, descartan a su antagonista de forma natural.
Es preciso aclarar que lo que está en juego no es una pertenencia a la Ilustración o al cristianismo, sino en todo caso, a la civilización mediterránea, de la que procedían los griegos, o a los bárbaros del norte que hoy han terminado de fundar su obra con la indispensable colaboración de la técnica. El aparato inteligente, a la manera del teléfono móvil o las gafas de realidad virtual, representa la obra maestra del Progreso, para la que la psicología ha desplazado todo rastro de espíritu; mientras que, por su lado, el griego sigue sin ser capaz de encontrar nada mejor que Homero a la hora de aprovechar su tiempo de ocio.
Desde su primer instante, en cualquier tradición, la poesía se revela como aquello que funda el primer y primordial pilar de su civilización; el resto son citas, alusiones, devaneos, pies de página y, con el paso de los siglos, plagio, cuando no simple degradación. Ningún poeta tendrá jamás un contacto más íntimo con Sophia, la deidad de los filósofos y todos aquellos consagrados a la gnosis, que el propio Homero. Por eso la noción misma de Progreso resulta torpe, chabacana incluso, cuando de lo que se trata es de discurrir sobre el conocimiento, y no sobre la mera información.
El pensamiento de los griegos no es, por lo tanto, sistemático, ni aspira a ser cerrado; como sus lejanos vecinos, los hindúes, los antiguos fundadores de Eleusis conocían de sobra que la esencia del mundo es infinita, muy superior a la mermada capacidad de nuestros sentidos o de nuestra capacidad de medida, y que por lo tanto una metáfora alberga en sí mucha más sabiduría, cuando realmente está habitada por la poiesis, que el más complejo de los métodos cartesianos para circundar la realidad. Las articulaciones intelectuales de la filosofía analítica o del idealismo alemán resultan por completo ajenas a toda realidad mundana.
Lo verdadero, entendido como sinónimo de lo bueno y lo bello, es demasiado inconmensurable como para ser capturado en imágenes o en conceptos de procedencia humana. Sólo los mitos pueden corresponder a las preguntas de los dioses. Las contingencias de la materia o las vicisitudes de la existencia resultan vanas cuando se trata de apuntar hacia algo infinitamente superior, en grados de jerarquía natural, como es el espíritu. Igual que sucede con el ego en el plano de la búsqueda personal, la escala humanística resulta irrelevante, cuando no un serio contratiempo, cuando de lo que se trata es de conocer el ser.
Cada edad relee y desprecia, simultáneamente, la trayectoria intelectual de sus antepasados. Se revisa con humildad y se descarta con soberbia el legado de nuestros antepasados. Por eso periódicamente vuelven a surgir debates solventados con pericia en el pasado, o se busca renombrar de forma vocacionalmente ardua algunos conceptos generales que siglos atrás recibieron un nombre con la característica precisión que hace de los clásicos maestros dignos de tal nombre. Cuando los renacentistas florentinos o los románticos ingleses buscaban retornar a la Idea de Belleza de los griegos en realidad estaban hablando de otra cosa por completo distinta.
El Progreso no es un medio, sino un fin en sí mismo, de la misma forma que el espíritu no lleva a ninguna parte: encuentra su sentido en su propia realización. Como vemos una vez más, el progresismo y la espiritualidad se descartan, aunque el sincretismo y la New Age nos hayan hecho creer en esta época que no es así. Con una marcada diferencia: que el Progreso queda fuera de la eternidad, redundará hasta el infinito en el plano de lo superficial, mientras que toda obra del Espíritu encuentra siempre un reflejo en lo eterno, puesto que la propia naturaleza de lo espiritual es una eternidad: no porque redunde en otro plano inalterable, pero sí porque está condenado a tener lugar en este plano inmanente, a ser perpetuamente, que diríamos, como una parte esencial de las formas que constituyen la realidad del cosmos.
Los griegos, por más que cultivaran con ahínco el Misterio, no dejaron de interesarse por el aspecto exterior del mundo: desplegaron su conocimiento, con la salvedad de los sofistas y de algún que otro socrático pernicioso, en base a una actitud expansiva a lo largo de la Tierra. La carne y el vino, por citar dos goces de naturaleza sensual, no les resultaban ajenos en absoluto, como atestigua Epicuro, pero su aristocracia destacaba sobre todo en un plano interior del hombre. No buscaban el dominio del mundo, los griegos, a la manera universalista de los cristianos y, por medio de la teología invertida, todas las ideologías posteriores fundadas en plena Modernidad, se contentaban con propagar su religión y sus costumbres en el marco de un camino abierto de libertad individual para que los hombres selectivos se sintieran llamados a fundar la eternidad en su propio espíritu.
El espíritu no está separado del mundo, ni mucho menos atrapado en él, en cambio se encuentra perfectamente acompasado con los movimientos inmortales de repetición que caracterizan a todo lo vivo, de forma que el orden externo es lo que mejor revela la sustancia interna, siguiendo una lógica perfecta que con acierto supieron ver los filósofos naturales de la Antigua Grecia. Compartimos el mundo con los dioses, dirían los hindúes y añadirían después, con su propia gama de matices, los griegos, sólo que ellos son invisibles y nosotros transitorios, el Olimpo jamás pasará y nosotros estamos aquí únicamente de paso. Cualquier proyecto humano parte de ese sano escepticismo, que es el de la alegoría y no el secularización, nociones míticas que en nada se parecen a aquellas por las que se fundó el humanismo, y por el cual todo proyecto humano aspira a lo sumo a componer una metáfora del ser.
Para el griego toda acción bien encauzada termina componiendo una oración. El salmo canta y entonando su verso acaba fundiéndose con la propia Naturaleza. Por eso en una civilización orgánica, como la griega, la física va de la mano de la ética y la política, igual que el siervo cumple su papel social con un grado de importancia que no es menor al del filósofo. El único Progreso admisible para el filósofo tiene lugar en el campo moral: como asistente de la Providencia. Aproximarse al mundo con pericia y vivir bien en él componen una y la misma cosa, porque la totalidad está presente en cada una de sus partes. En eso Plotino, como discípulo aventajado de Platón, fue más lejos que nadie. El Uno no reclama utilidad y beneficio de sus hijos, busca en ellos lo mismo que él derrocha por doquier: armonía y excelencia.
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