El cine de terror, en su vertiente más metafísica, tiene la capacidad de hacernos mirar más allá de lo visible, de sumergirnos en un espacio donde lo racional y lo irracional se entrelazan
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Imagen promocional de El Llanto (2024)
Decía Juan Eduardo Cirlot que los españoles estamos demasiado apegados al “sentido común” y que nuestra naturaleza, marcada por una pasionalidad vital y un realismo innato, nos aleja de la aceptación de mundos que escapan a esa concepción del universo. Cirlot sugiere que los españoles, en consecuencia, no podríamos comunicarnos con nuestro daimón ni ser sensibles al genius loci del lugar, al ser rehenes de nuestro áspero talante, que nos empuja hacia una comunicación artística de formas precisas, “reales”, y que, por lo tanto, nos priva de una sensibilidad plena hacia lo invisible, hacia las dimensiones más oscuras de lo que nos rodea, ya que nuestra cultura de lo concreto y lo visible se convierte en una barrera frente a lo intangible.
No le quitaré la razón, aunque seguramente se trate de una exageración del poeta, cuya propia obra viene a contradecirlo. A esta aparente contradicción se suma el nuevo cine de terror español, que en los últimos años ha producido ejemplos poderosos que parecen desafiar esa afirmación. Películas como La espera (2023) y El llanto (2024) revelan una capacidad latente para explorar lo inexplicable, lo numinoso, lo horrendum, en el sentido en que lo definía Rudolf Otto: como la experiencia o la dimensión aterradora e incomprensible de lo sagrado.
Estos dos filmes logran encarnar una tradición del horror que trasciende el simple susto o la explicitud, para adentrarse en las profundidades de lo metafísico y lo existencial. Aunque sus atmósferas son inequívocamente sobrenaturales, la crítica tiende a abordarlas desde una perspectiva social —particularmente en relación con la opresión o la violencia de género—, lo que, aunque relevante, corre el riesgo de despojarlas de su capacidad para interpelar a lo absolutamente otro.
La espera, de Francisco Javier Gutiérrez, es una obra que juega con la idea de lo telúrico, de aquello que trasciende lo humano y lo racional. En su universo, el horror no se presenta únicamente como una amenaza externa ni como la irrupción de un mal sobrenatural explícito. No sabemos con certeza qué ocurre, y está bien que así sea; de ese modo, La espera se transforma en la manifestación de un sistema que devora a sus habitantes, no solo en términos sociales o económicos, sino también metafísicos. La tierra misma, con su carga ancestral de sufrimiento y violencia, parece actuar como un ente anterior y ajeno a la voluntad humana, como si la historia ya estuviera escrita y los personajes, condenados a repetir sus papeles sin posibilidad de redención. En este espacio, lo humano y lo monstruoso se confunden, y la caza se convierte en una metáfora de la violencia heredada, un ciclo que se repite sin fin y del que no hay escapatoria. Aquí, la opresión no es solo una fuerza impuesta desde fuera, sino una condición inscrita en la estructura misma de la existencia.
El llanto, dirigida por Pedro Martín-Calero, ofrece una interpretación radicalmente distinta del terror, aunque también participa de esa búsqueda de lo inefable. La historia, centrada en una presencia ominosa y un lamento femenino perturbador que se filtran en la vida de los personajes, no se limita a seguir los códigos tradicionales del género. Como en las mejores obras de terror metafísico, el mal en El llanto no es solo un enemigo concreto, sino un eco de lo sagrado y lo horrendum. El horror no aparece como un simple susto en la oscuridad, sino como una vibración de lo desconocido que se infiltra en el tejido mismo de la realidad. El llanto —esa presencia inmaterial— y la otra, más violenta y amenazante, se manifiestan como una fuerza que drena algo esencial de sus víctimas. Así, el terror se convierte en una alegoría del proceso de extracción, de un sistema que no solo ejerce violencia física, sino que también invade lo espiritual.
Sin embargo, la crítica de El llanto tiende a reducirla a una reflexión sobre el trauma y la violencia de género. Aunque válida, esta lectura corre el riesgo de minimizar su potencia como obra de terror sobrenatural. Si bien la violencia contra la mujer es un tema relevante —y este cine ha sido históricamente un espacio para explorar conflictos sociales y psicológicos—, limitar la película a una metáfora del sufrimiento femenino borra su dimensión sobrenatural y su capacidad de tocar las fibras de lo inexplicable. Al reducir el horror a un comentario social, se le priva de su potencial para confrontarnos con lo absolutamente otro.
Esta tendencia a racionalizar el terror —a traducirlo en términos psicológicos o sociológicos— se ha intensificado en las últimas décadas. Sin embargo, el verdadero poder del género reside precisamente en su capacidad para poner al espectador frente a lo que no puede comprender. Películas clásicas como La semilla del diablo (1968), El exorcista (1973) o El resplandor (1980) confrontan al mal no solo en su dimensión humana, sino también en su vínculo con lo sagrado y lo divino. Es en ese ámbito —donde lo horrendum se manifiesta— donde el terror alcanza su máxima expresión. Reducir lo sobrenatural a una simple proyección de traumas o conflictos sociales empobrece la riqueza simbólica del relato y neutraliza su capacidad para generar un horror auténtico: la atemorizante majestad que nos atrae y nos mantiene en una tensión constante entre el miedo reverente y la maravilla.
El cine de terror, en su vertiente más metafísica, tiene la capacidad de hacernos mirar más allá de lo visible, de sumergirnos en un espacio donde lo racional y lo irracional se entrelazan. Lo que nos aterra en estas películas no es solo lo que se ve, sino lo que se intuye, lo que está al margen de nuestra comprensión.
La espera y El llanto nos invitan a confrontar nuestros miedos más primitivos tanto como a cuestionar nuestra relación con la realidad misma, a explorar lo que se encuentra más allá del sentido común, ese que, según Cirlot, nos limita y nos priva de la posibilidad de conectar con el genius loci de nuestro mundo y nos recuerda que, tal vez, lo más aterrador no es lo que se muestra, sino lo que se oculta detrás de la realidad que conocemos.
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