Sihanoukville pasó de paraíso mochilero a ciudad fantasma: corrupción, casinos chinos, mafias, drogas y una caída estrepitosa tras el COVID
The post Sihanoukville: del supuesto auge a la caída libre first appeared on Hércules. Cuando en 2011 visité por primera vez Sihanoukville me llevé una agradable sorpresa. La ciudad camboyana, cercana a la frontera tailandesa, poseía varias playas que si no excelsas, sí resultaban ser notables. Además, frente a sus costas casi vírgenes, una serie de islas e islotes ayudaban a que, si organizabas la pertinente excursión, te creyeras que al pisar esas tierras, estabas, literalmente, en otro planeta.
Recuerdo, además, una serie de hotelitos (guesthouses) los cuales te hacían sentir como en casa, incluso a quince dólares la noche, con aire acondicionado, si lo precisabas, desayuno y agua caliente incluidos. En las calles, los tuktukteros eran agradables, y salvo algún extranjero enloquecido por el alcohol barato y las pizzas aderezadas con marihuana, la normalidad, la paz, era evidente. O por decirlo de una forma contraída: Sihanoukville era la joya de la corona –Camboya sólo posee 443 kilómetros de playas: la mitad que Andalucía y menos de un tercio que Galicia– de un país que por aquel entonces era bastante cercano al tercermundismo.
Antiguamente conocida como Kampong Saom, que traducido al español sería algo así como puerto agradable –la zona es la única del antiguo Imperio Jemer que alberga el puerto de aguas profundas del país–, en 1958 fue rebautizada como Sihanoukville en honor a Norodom Sihanouk, ex rey de Camboya, ninguneado por el cacique Hun Sen, mandatario mundial que más tiempo estuvo en el poder –hasta hace dos años por espacio de 25– y que a la vez que dejaba el poder este se lo cedía a su hijo Hun Manet en un claro caso de nepotismo y corrupción absolutas que prácticamente ha pasado desapercibido para el resto del mundo.
Aunque sea en Phnom Penh, la capital camboyana, donde se cuecen las habas, desde 2016 la secundaria y alejada ciudad de Sihanoukville sufrió una metamorfosis desastrosa gracias a la impenitente inversión china que la designó como parte del proyecto de la nueva Ruta de la Seda, cuando a día de hoy los amasijos de rascacielos sin terminar, y los terminados, vacíos como Chernobyl, son el nuevo skyline de una ciudad la cual, literalmente, se ha venido completamente abajo. Y aún hay más. Mucho más.
China siempre supo que para expandirse por el mundo inicialmente debía hacerlo por las naciones más paupérrimas si estas, además, poseían buena materia prima, como era el caso de Camboya. Y las empresas estatales chinas pusieron el ojo inicialmente en el arroz y la madera, que al menos hasta hace un par de décadas, Camboya producía de manera constante. Tras esquilmar cientos de kilómetros de bosques en las otrora provincias verdes de Mondulkiri y Ratanakiri, donde los elefantes enloquecieron tras pasar en sólo unos años de morar en plena jungla a hacerlo sobre kilómetros de tierra desértica –Hun Sen iba vendiendo el país sin hacer caso alguno al futuro a corto-medio plazo–, China entendió que tras haberse quedado la práctica totalidad de la teca, el roble y la acacia, y cuando el arroz florecía cada temporada, debía invertir en otro tipo de negocio que siguiera agrandando sus ceros a la derecha. Y en esas, se fijaron en Sihanoukville, una ciudad portuaria rodeada de playas donde, cómo no, alguien con poder pensó que había que poner casinos y construir hoteles gigantescos para embellecerla, además de incrementar un negocio que comenzaba a surgir: las apuestas on line.
En aquellos años, se vendió a Sihanoukville como la nueva Macao, en honor a la antigua colonia portuguesa, uno de los mayores centros ludópatas del mundo, tan cercano a Hong Kong como desprovisto de los intereses que sí generaba la nueva ciudad a invertir: terreno barato y virgen, puerto de carga y descarga, y gobiernos tanto locales como centrales dispuestos, una vez más, a vender a su madre si el dinero bajo la mesa les era suficiente. Y eso fue exactamente, lo que hicieron.
Pero algo nos chirriaba a los que entendemos China: ¿cómo es posible que casinos gigantescos junto a hoteles de cuarenta plantas fueran a ser propicios para el beneficio mandarín si Sihanoukville está junto al mar –los chinos no suelen nadar– y a una temperatura media de 30 o 35 grados, con 300 días de sol al año –los chinos jamás toman el sol–?
La apuesta, por lo tanto, era arriesgada. Porque a la vez que la inversión sería mucho más barata que casi en cualquier otro lugar del mundo, cuando la cercanía con China de Camboya es evidente, la posibilidad de que cientos de miles de han viajaran semanalmente hasta aquella ciudad costera donde jugar sería legal –en China el juego está terminantemente prohibido– no estaba del todo clara.
Para convencer a las autoridades jemeres, además de maletines con fajos de billetes, les aseguraron que aerolíneas chinas aterrizarían a diario con miles de sus ciudadanos deseosos de gastar dinero en bienes inmuebles, restaurantes y mesas de juego. Y bien que fue verdad, hasta que llegó la pandemia por COVID y los aviones chinos, con sus tripulantes y pasajeros, se fueron para no regresar nunca jamás. Como dato, durante 2019 el aeropuerto de Sihanoukville llegó a recibir a casi 1.700.000 personas, por encima del 95% chinas, cuando el curso pasado las visitas, ya sin vuelos desde China, superó por poco las 40.000.
Mientras se construía y jugaba de manera compulsiva, creyéndose los autóctonos que aquello era el maná, también desde China llegaron bandas de mafiosos y sacos de droga. Para que la cosa no perdiera fuelle, y a la vez que numerosas chicas jemeres trabajaban en los casinos ofreciendo sus cuerpos al mejor postor, meretrices y masajistas de final feliz venidas desde la China otrora imperial también se hicieron un hueco entre el maremágnum que un día fue, según se dijo, la tierra de las oportunidades.
Para que la implosión de aquella supuesta fabulosa década se hiciera realidad, en 2019 se derrumbó un edificio en construcción dejando 28 muertos: todos locales, empleados sin seguro por 200 dólares de salario. Y ahí se cerró un ciclo junto a la llegada de la pandemia, las deudas, las ilegalidades, las amoralidades por doquier y la decisión final de Hun Sen de prohibir, al menos, las apuestas on line. Porque hoy Sihanoukville son, en no pocas ocasiones, edificios abandonados a su suerte, casinos cerrados a cal y canto, mareas de yonquis que deambulan por las calles semidesiertas y prostitutas nativas enganchadas al ice que por 10 dólares practican sexo oral en plena calle y a luz del día.
Las playas de Otres, hoy casi desaparecidas por completamente mutiladas, han dado paso a lo que la inmensa mayoría de chinos precisaron en su día: en vez de kilómetros de arena, kilómetros de cemento, en lo que simula ser un inmenso paseo marítimo y que en realidad recuerda a la pista de despegue de un aeropuerto. ¿Metáfora de sus ganas de irse?
¿Cómo es posible que una ciudad antaño famosa por su turismo de bajo nivel se convirtiera en muy poquito tiempo en un centro de trata de seres humanos y esclavitud moderna vinculada, además, a la ciberdelincuencia? Está claro que los chinos hicieron a su gusto y las autoridades locales miraron para otro lado.
La transformación de Sihanoukville comenzó bruscamente en torno a 2015 y se aceleró de manera profusa en 2017, cuando los operadores de apuestas en línea se instalaron en la ciudad. En ese momento los chinos quintuplicaban a los primeros extranjeros que llevaban años asentados: los ciudadanos rusos, los cuales hasta editaban un periódico semanal en su idioma. Los chinos, pronto se extendieron rápidamente por toda Camboya, pero Sihanoukville era el lugar perfecto: acceso relativamente bueno a la capital, Phnom Penh; un aeropuerto en funcionamiento; y muchos terrenos dependientes de los políticos y élites locales disponibles para comprar o alquilar. Además, la industria del juego presencial ya generaba grandes beneficios gracias a la muy laxa interpretación de las leyes. La inminente construcción de infraestructuras financiadas por China, especialmente una nueva autopista que conectaría la ciudad con Phnom Penh –hoy infrautilizada y conocida, además, por sus imperiales socavones– reduciría drásticamente el tiempo de viaje entre ambas ciudades, que pasó de ser de unas siete u ocho horas a la mitad.
Con todas estas mechas prendidas, los operadores del sector comenzaron a llegar en masa a la ciudad, invirtiendo no solo en apuestas en línea, sino también en un sinfín de nuevos casinos, hoteles y locales de ocio, la mayoría de los cuales se dirigían al mercado chino, en rápido crecimiento, que precisaba de burdeles y casas de masaje por doquier. Todos estos movimientos casi de la noche a la mañana generaron una burbuja que, en su punto álgido de 2019, produjo unos ingresos anuales estimados de forma conservadora entre 4.000 y 5.000 millones de dólares americanos al año, el 90% de los cuales procedían sólo del juego online. La población china en la ciudad creció tanto que superaron con creces a los propios nativos, al igual que el porcentaje de negocios propiedad de ciudadanos chinos, que a mediados de 2019 era de un asombroso 90% del total de la ciudad. Hoy, según los expertos, no queda abierto ni el 1%.
Los terratenientes camboyanos se hicieron de oro alquilando o vendiendo sus terrenos y propiedades a inversores chinos con mucho dinero a precios enormemente inflados, con valores hasta 15 veces superiores a los niveles anteriores a 2017. Sin embargo, al mismo tiempo, la población y las empresas locales, incapaces de hacer frente al aumento de los alquileres y los costes, se vieron marginadas y finalmente forzadas a marcharse de la ciudad hacia los arrabales, lejos del dinero que generaba Sihanoukville. A su vez, el aumento de los desalojos de pequeños negocios costeros –hoteleros, cabañas y chiringuitos–, aparentemente destinados a mejorar las playas en beneficio de la afluencia prevista de turistas chinos, afectó aún más a la comunidad local la cual comenzó a levantar la voz al sentirse no sólo ninguneada, sino apartada. El cese de este tipo de complejos turísticos, los originales de la zona, provocó una reducción de los viajeros de bajo presupuesto que, combinado con la transformación de la ciudad en una enorme obra de construcción, ahuyentó a los posibles turistas que no buscaban hoteles de alto nivel ni juegos de azar y dejó en bandeja que solamente ciudadanos chinos visitaran la que ya era su propia ciudad en Camboya. Y algo que era vox populi tanto en Camboya como en cualquier país del mundo donde empresas chinas invierten era su preocupación por la calidad y la seguridad de los nuevos edificios que crecían a una velocidad récord por toda la ciudad. Porque de los socavones de la flamante nueva autopista que unía Phnom Penh, la capital, con Sihanoukville, también se conocieron edificios que se partían en dos, se derrumbaban, gracias a unos proyectos basados en el menor presupuesto levantados con la mayor rapidez y sin personal cualificado.
Para complicarlo todo la seguridad pública también se convirtió en una grave preocupación en Sihanoukville. En enero de 2018, las autoridades chinas lanzaron una campaña durísima conocida como «barrer lo negro y eliminar el mal», para erradicar las «fuerzas del hampa». Y Sihanoukville ofrecía una perspectiva atractiva a los mafiosos han que intentaban evitar la represión en su país. Entonces aparecieron en los diarios y televisiones chinas, que al instante saltaban a internet, noticias sobre secuestros, trata de blancas y trabajos forzados para alimentar la floreciente industria del juego y la estafa en línea de la ciudad. A su vez, la embajada china en Camboya publicó una advertencia sobre las ofertas de trabajo en casinos y para trabajar on line que en realidad eran estafas. Y tras ese comunicado, los jóvenes chinos que planeaban viajar a Camboya atraídos por las ofertas de trabajo de bastante dinero a cambio de supuestamente ser mecanógrafos o oficinistas –eufemismo de empleados de los casinos en línea– se lo pensaron dos veces. De todas formas, y ante la práctica totalidad de clientela china en sus negocios, uno asume que de ese pastel poco se lo repartían los nativos, salvo, claro está, los políticos y terratenientes jemeres, que cobraban alquileres y comisiones brutales.
En 2019 la mala fama de Sihanoukville tocó techo cuando circuló por las redes sociales el vídeo sacado de una cámara de seguridad que mostraba el cadáver de un chino asesinado que era arrojado de un coche a plena luz del día. La intención de Pekín era llamar la atención de la peligrosidad de aquel nuevo destino turístico. Pero un par de días después, los policías jemeres publicaron un informe que revelaba que los propios ciudadanos chinos fueron los principales autores y víctimas de delitos entre los extranjeros en Camboya durante el primer trimestre del año 2019. De 341 detenciones, 251 fueron de ciudadanos chinos. En realidad, esto venía ocurriendo desde 2015, ya que tantos los empresarios, como los empleados, como los clientes y las mafias estaban conformadas todas por chinos y nunca por locales.
Pero el 18 de agosto de 2019, y ante la locura general de una ciudad sin ley, el entonces primer ministro Hun Sen anunció la prohibición del juego on line, dejando que los casinos y los hoteles siguieran facturando. Pero los chinos que se dedicaban a esto se dieron cuenta de que habían tocado el cielo y que todo lo que debería venir detrás sería mucho menos beneficioso, por lo que a la chita callando, y ante las noticias que llegaban desde Pekín, más de 10.000 chinos se fueron de la ciudad durante las primeras dos semanas, alcanzando en mayo de 2020, en plena pandemia, los 400.000 chinos que habían dejado Camboya, principalmente Sihanoukville.
El problema es que el cierre en masa de todos los negocios chinos dejaron a 8.000 jemeres sin trabajo de la noche a la mañana. Como anécdota, los al menos 800 restaurantes chinos que cerraron hasta que la pandemia comenzó. A su vez, se informaron de suicidios llevados a cabo por empresarios, e incluso de trabajadores, que o habían contraído deudas con las mafias chinas o se habían metido en créditos hipotecarios. Y cómo no, la droga y la prostitución dejaron a miles de consumidores y trabajadoras abandonados a su suerte en una ciudad fantasmagórica.
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