El simulacro y el abismo

Toda narración es un umbral. No simplemente una puerta hacia una historia, sino una invitación —o una advertencia— para cruzar los límites de lo que creemos saber. Hay relatos que nos conducen al abismo, a un territorio incierto donde la realidad se disloca, donde la identidad se fragmenta y el lenguaje se vuelve inestable. Son
The post El simulacro y el abismo first appeared on Hércules.  Toda narración es un umbral. No simplemente una puerta hacia una historia, sino una invitación —o una advertencia— para cruzar los límites de lo que creemos saber. Hay relatos que nos conducen al abismo, a un territorio incierto donde la realidad se disloca, donde la identidad se fragmenta y el lenguaje se vuelve inestable. Son narraciones que perturban, que obligan al espectador o al lector a salir de su zona de confort y enfrentarse a lo que no quiere ver: el dolor, el vacío, la contradicción, lo inefable. En estos relatos, la forma se desintegra para que algo nuevo, aunque sea incómodo, pueda emerger.

Y luego están los otros relatos. Aquellos que no abren el umbral, sino que lo sellan. Narraciones que encierran al espectador dentro de simulacros perfectamente construidos y controlados. En estos relatos, todo está ordenado, previsto, cuidadosamente diseñado para evitar cualquier tipo de incomodidad. No hay margen para el error ni para la incertidumbre. El relato fluye con la precisión de una máquina, repitiendo fórmulas ya probadas, domesticando cualquier atisbo de caos o ambigüedad.

Hollywood es el imperio absoluto de este tipo de simulacro. No se trata de arte, sino de un dispositivo ideológico altamente sofisticado cuyo propósito es la reproducción constante de lo mismo. J.F. Martel lo ha señalado con claridad en Vindicación del arte en la era del artificio: el cine comercial elimina sistemáticamente cualquier elemento que pueda aburrir, confundir o perturbar. ¿El resultado? Una cadena de montaje que produce películas tan predecibles como intercambiables, donde la transgresión se convierte en una pose, una estética vacía, y la narrativa se reduce a la repetición mecánica de arquetipos cada vez más inertes.

El espectador, expuesto una y otra vez a este flujo homogéneo de imágenes y estructuras, se convierte en consumidor pasivo. Se alimenta de un fango espeso, se habitúa al ritmo sin sorpresas, y su imaginación —la capacidad esencial para concebir lo diferente— comienza a atrofiarse. Y en ese proceso se construye un círculo vicioso: la industria, temerosa de perder audiencia, se adapta aún más a lo que cree que el público quiere; el espectador, privado de experiencias desafiantes, termina por no querer nada más allá de lo ya conocido. Lo que se genera es un eco interminable. Una habitación cerrada donde cada historia es solo una variación mínima de la anterior.

El gran truco de esta maquinaria es su insistencia en que simplemente está “dando al público lo que quiere”. Pero ¿quién determina ese deseo? ¿Es verdaderamente espontáneo, o ha sido cuidadosamente moldeado a lo largo de décadas de exposición a un mismo patrón? La lógica del mercado impone la necesidad de eliminar todo aquello que no encaje en un esquema rentable. Así, la narración deja de ser una exploración para convertirse en un artefacto funcional, eficiente, que responde a expectativas preconfiguradas.

Un ejemplo revelador es el tratamiento del sexo y la violencia. William Burroughs se hacía una pregunta fundamental: ¿cuándo se convirtió el sexo en algo más detestable que la violencia? La respuesta es incómoda, pero evidente: en el momento en que el sexo se reconoció como un espacio de descontrol real. El cuerpo, el deseo, la desnudez, son elementos que no se pueden contener fácilmente dentro del simulacro porque remiten a lo crudo, a lo impredecible, a lo humano en su forma más vulnerable. Por eso resultan subversivos.

La violencia, en cambio, ha sido estilizada, codificada, esterilizada. Convertida en espectáculo, en una danza de disparos y explosiones sin consecuencias emocionales reales. Se ha vaciado de poder perturbador porque ya no enfrenta al espectador con nada genuinamente traumático. Forma parte del decorado, como un efecto visual más. Y así, la ideología del entretenimiento se hace clara: todo puede mostrarse, siempre que no sacuda demasiado las estructuras del pensamiento.

Un sacrificio por el grupo, un héroe predestinado, una venganza ejecutada con precisión quirúrgica. Son relatos que no cuestionan nada, que reafirman la estructura del mundo tal como es. No hay fisuras, no hay grietas. No hay crisis real. Solo el reciclaje eterno de mitos sin consecuencias, el simulacro de cambio sin transformación auténtica.

Pero el verdadero arte no está ahí para consolarnos. No existe para confirmar nuestras creencias ni para reforzar nuestra visión del mundo. Si sirve para algo, es precisamente para provocar el colapso de nuestras certezas. Para arrastrarnos hacia ese abismo donde nada está asegurado. Antonin Artaud lo decía con brutal lucidez: ¿para qué sirve el poeta, para qué ha nacido, si no es para quebrantar lo dado por supuesto? Esa es, quizá, la única definición válida del arte: una fuerza que interrumpe, que incomoda, que desprograma.

Un arte que no perturba no es arte: es propaganda. Es un mecanismo de control disfrazado de espectáculo. Y si la industria del cine ha convertido la narración en una cadena de montaje, el problema no es solamente estético o creativo. Es cultural, incluso político. Es la pérdida progresiva de la imaginación colectiva.

Porque no se trata solo de que Hollywood repita siempre la misma historia, sino de que millones de personas ya no puedan concebir otras. Aún peor: que ya no sepan desear otra cosa. La imaginación se empobrece cuando deja de ser desafiada, cuando se acostumbra a lo fácil, a lo previsible.

Por eso, más que una crítica al cine comercial, lo que está en juego es una defensa de la potencia transformadora del relato. Cuando la narración se convierte en un producto predecible, se estrecha también nuestra capacidad de percibir lo posible. Recuperar la dimensión incómoda, ambigua y radical del arte no es un gesto elitista, sino una necesidad cultural urgente. Porque solo desde la fricción y la extrañeza puede emerger algo que interrumpa el ritmo mecánico de lo real.

Porque si dejamos que el simulacro lo domine todo, si permitimos que la narración se reduzca a un molde estéril y previsible, la consecuencia no será solo el aburrimiento. Será algo mucho más grave: la muerte de la imaginación. Y cuando la imaginación muere, la realidad se convierte en una prisión sin fisuras. Una cárcel tan perfecta que ni siquiera sabemos que estamos atrapados.

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