Podríamos pensar que en un sistema democrático el culto al líder había sido ya superado. Sin embargo, la actualidad política nos muestra como esta realidad sigue vigente
The post Leni Riefenstahl y el Triunfo de la Voluntad first appeared on Hércules. En la filosofía clásica, el Bien y la Belleza eran dos trascendentales que iban inseparablemente unidos. Paralelamente, el Mal y la Fealdad eran un binomio enlazado de modo inextricable. Sin embargo, de modo paradójico, a menudo comprobamos cómo lo bello desde el punto de vista artístico puede convertirse en vehículo para la transmisión del mal. Esto puede aplicarse de modo perfecto a la obra de una de las más extraordinarias directoras de cine del siglo XX, la alemana Leni Riefenstahl, una figura creativa e innovadora como cineasta, pero que puso su talento al servicio propagandístico de Hitler y del nacionalsocialismo. Sin duda alguna, sus grandes películas, Olympia, sobre los juegos olímpicos de Berlín de 1938 y El triunfo de la voluntad están entre las mejores obras de propaganda de la historia, aunando belleza estética, originalidad creadora y eficacia en la transmisión del mensaje, la exaltación de la ideología nazi.
Este último film es una auténtica obra maestra. Siempre que tengo que explicar en clase las ideologías totalitarias que en el periodo de entreguerras se desarrollaron en Europa, fascismo, comunismo y nazismo, que, a la postre, condujeron al drama de la Segunda Guerra Mundial, recurro al visionado de esta película. La trama es sencilla, nos muestra el desarrollo del congreso del Partido Nacionalsocialista de 1934 en Núremberg. Pero la puesta en escena es fantástica, sobre todo los primeros momentos, pues luego los exaltados discursos de Hitler, salvo que se quiera analizar desde el punto de vista de la comunicación política, nos suelen generar ese instintivo rechazo, nacido del conocimiento profundo de la perversidad del régimen. Suelo detenerme, a la hora del comentario sobre la obra, en los primeros fotogramas, pues de un modo sutil, están transmitiendo, con más fuerza incluso que en las imágenes Hitler hablando a sus seguidores, la exaltación del líder, en ese culto tan propio de esas religiones políticas que trataron de ocupar el lugar del viejo cristianismo, en un continente sacudido por la tragedia de la Gran Guerra y empapado de la muerte de Dios que unos años antes había profetizado Nietzsche.
La película comienza con unos textos que, acompañados de música, recuerdan las fechas de inicio de la Gran Guerra, de la derrota alemana y de la “resurrección” del país, cambiando el tono musical de este último a unas notas triunfales y esperanzadoras. A continuación un avión sobrevuela las nubes y poco a poco, se sumerge en ellas. El cambio de música, alegre, marca las primeras imágenes de la ciudad de Núremberg, que progresivamente es sobrevolada por el avión, reflejando su sombra sobre las calles, por las que marchan, en perfecto orden, los miembros del partido. El momento culminante llega cuando el avión se posa y del mismo descienden Hitler y los jerarcas nazis. La multitud, enfervorizada, estalla en gritos de júbilo, a la vez que extienden sus brazos para hacer el saludo romano que había impuesto anteriormente en Italia Mussolini. El mensaje de salvación nacional es claro: desde los cielos, el lugar de la Divinidad, que para la población protestante y católica de Alemania era fácilmente identificable con el Dios cristiano y para los fanáticos del régimen evocaba el Walhalla de los mitos germánicos, descendía, como una deidad, en gozosa epifanía, el Redentor de la Nación, el Salvador que vendría a vengar las humillaciones de Versalles y a establecer el “Reich de los Mil Años” que conduciría a la gloria, el Jefe que guiaría al Pueblo al esplendor imperecedero. La sombra del avión sobre la ciudad semeja a una cruz, símbolo de muerte y resurrección, de triunfo sobre el mal, en este caso los enemigos de Alemania, tanto externos, los vencedores de la guerra, como los internos, pronto identificados con los judíos, a los que se trataría de extirpar y exterminar.
Ya sabemos cómo acabó toda aquella locura colectiva. Y, por desgracia, hemos visto cómo, con mayor o menor eficacia, todo régimen dictatorial ha cultivado el culto al líder. Algo que no es nuevo, pues forma parte de la manifestación del poder, desde que el ser humano vive en sociedades jerarquizadas. El arte ha sido un vehículo para expresar la magnificencia de reyes, emperadores o máximos jerarcas de cualquier nación. Sabemos, por la obra de Peter Burke, La fabricación de Luis XIV, los procesos de construcción de esta imagen. Pero ha sido el siglo XX, el de la política de masas y el de la irrupción de los medios de comunicación, el que ha visto cómo crecía de modo exponencial la propaganda que exalta al líder. Lenin, Mussolini, Hitler, Stalin, Mao Zedong, Bokassa, Duvalier y la larga lista de dictadores del siglo XX lo supieron bien. La prensa, la televisión, el cine y ahora las redes sociales, tienen un papel protagonista en ello. Durante el franquismo, el NODO hacía llegar a todos los españoles las excelencias y logros del régimen, siendo ya un lugar común el evocar las inauguraciones de pantanos que hacía Franco.
Podríamos pensar que en un sistema democrático el culto al líder había sido ya superado. Sin embargo, la actualidad política nos muestra como esta realidad sigue vigente. No hay más que pensar en las recientes imágenes que, a pesar de los resultados de la votación, no correspondían a Sofía ni a Bucarest, sino a Sevilla. Unos devotos que, lejos de cualquier autocrítica ni la menor sombra de sospecha sobre sus actuaciones, vitoreaban al líder incontestable e incontestado; una masa enfervorizada que aclamaba a una señora que, más allá de lo que digan los jueces en su momento, ha demostrado un uso impropio de las instituciones; unos fervientes incondicionales que recibían como héroes a unos condenados, sólo rehabilitados por una intervención cuanto menos dudosa del Constitucional. Podría parecer que era el congreso de Hermandades y Piedad Popular que también se ha celebrado en la capital hispalense, o la entrega de la Rosa de Oro a la Esperanza Macarena, pero no, era tan sólo el de un partido político que, tras siglo y medio de existencia ha devenido mero apéndice de un personaje que, sin ser profeta, sino como historiador, antropólogo y politólogo, creo augurar que pasará, a su pesar, como una de las figuras más dañinas de la historia contemporánea de España.
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