Benedicto XVI, en aquel lugar de terror, demandaba a Dios por qué estuvo callado
The post AUSCHWITZ first appeared on Hércules. El 27 de enero de 1945, hace ochenta años, las tropas soviéticas entraban en el campo de concentración de Auschwitz, en el sur de la actual Polonia, a unos 43 kilómetros de Cracovia, liberando al pequeño grupo de prisioneros supervivientes, del millón trescientas mil personas que habían sido conducidas allí, mayoritaria, pero no exclusivamente, de origen judío, sufriendo padecimientos y muertes atroces. El mundo podía conocer todo el horror del terror nazi y el abismo de inhumanidad al que precipitó, por toda Europa, a millones de personas.
Visité Auschwitz hace muchos años, siendo muy joven. Apenas hacía un par de años que había caído el muro de Berlín y Polonia nos parecía un país muy lejano y diferente, una nación que amalgamada por su catolicismo –que acababa de dar a la Iglesia el primer papa no italiano en siglos, Juan Pablo II- resistió al comunismo, contribuyendo en parte al hundimiento del Telón de Acero. Recuerdo el fuerte contraste entre las autopistas que fuimos recorriendo por la antigua República Federal Alemana y las carreteras que se iniciaban en la recién abolida frontera de la desaparecida República Democrática. Era un mes de agosto, caluroso, lleno de luz, que alegraba el camino. Al llegar a Polonia, la gente amable, hospitalaria, nos acogía con generosidad, en medio de la austeridad en la que vivían, fruto de cuarenta años de dictadura comunista. Cracovia, espléndida en su belleza secular, era el símbolo de un país que, maltratado por la Historia, resurgía una vez más.
Pero, curiosamente, el día que llegué a Auschwitz era una jornada gris, con un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Un ambiente triste que preparaba el corazón para el horror que, a pesar de los años, emanaba de aquel lugar. Cruzar la puerta de entrada, bajo el letrero con la cruelmente irónica frase Arbeit macht frei, “el trabajo hace libre”, era penetrar en el corazón de lo que fue un auténtico infierno en la tierra. Con el alma sobrecogida, en un silencio atronador dentro de mí, visité algunas celdas, recorrí los pabellones y contemplé, sin apenas poder pronunciar palabra, el muro donde cientos de personas fueron fusiladas, del que pendían ramos de flores. Bajé a una de las cámaras de gas –hubo gente que se sintió incapaz de hacerlo- junto a las cuales, con eficacia germánica, se situaban los hornos crematorios. Abandoné el lugar con una profunda sensación de dolor e inenarrable tristeza.
Años más tarde, en compañía de unos amigos berlineses, pude visitar, en las cercanías de la capital alemana, el hermoso lago de Wannsee, donde se ubica la Villa Marlier, el edificio donde en enero de 1942 oficiales nazis se reunieron para planificar la Solución final, el exterminio de todos los judíos europeos. Uno de mis amigos, funcionario alemán, al leer la documentación que allí se expone, señalaba horrorizado que era la misma meticulosidad con la que se habría tratado de extinguir una plaga de conejos. Esta idea la he recordado cuando en clase, al hablar de los totalitarismos del siglo XX, invitaba a mis alumnos a leer ese inquietante libro de Hannah Arendt que es Eichmann en Jerusalén, con el que introdujo el concepto de “banalidad del mal”. Esta obra y su monumental Los orígenes del totalitarismo son esenciales para comprender aquella vorágine de terror que asoló Europa, destruyendo lo mejor que había logrado elaborar, en un proceso de siglos, la cultura occidental. Nada pudo ser ya como antes, y las distintas crisis vitales y de pensamiento que han venido después, desde el existencialismo al relativismo, pasando por el necesariamente superable Mayo del 68, son consecuencia de aquel averno en el que se convirtió nuestro continente. Un horror que no ha sido exclusivamente europeo, pues al terror nazi y soviético, con sus diferentes émulos en el Viejo Continente, siguieron otros por toda la geografía planetaria, desde Camboya a Ruanda, pasando por Guatemala o El Salvador. Tiranías, dictaduras, luchas étnicas, a veces olvidadas, genocidios silenciosos y silenciados como el de los cristianos en Nigeria, componen una letanía del mal que parece no tener fin.
Creo que no hemos aprendido, o no queremos aprender, la lección de Auschwitz, simbolizando en ella todos los intentos de aniquilación del otro, del distinto. Una consecuencia de la brutalización de la política, descrita por George Mosse, producida tras la Gran Guerra, el origen último de todos los desastres que han azotado Europa durante este siglo, y cuyas secuelas siguen aún coleteando entre nosotros –un ejemplo claro, la guerra entre Rusia y Ucrania, o los conflictos por la hegemonía en el Próximo Oriente-, que en España estalló dramáticamente en los años treinta y de cuya gravedad parece que no somos conscientes cuando, frívolamente, desenterramos viejos enfrentamientos que ya sólo deberían ser objeto de estudio por parte de los historiadores.
Recordar, para no olvidar. Recordar, para no repetir. Si alguna función tiene la Historia debería ser ésta, mantener vivo el sentimiento de horror para evitar que volvamos a precipitarnos en él. Ninguna generación está exenta del peligro de recaer en esos terribles errores, porque siempre la hybris, la soberbia viene, como ya nos advirtieron los griegos, acompañada del castigo.
Termino de leer el epistolario, recién publicado, de Irène Némirovsky, Cartas de una vida, que recoge las que conservamos de la escritora rusa afincada en Francia. Más allá del interés en poder conocer a través de ellas la historia de vida de la autora, me ha impactado especialmente la lectura de las últimas que escribió, desde el pequeño francés de Issy-l´Évêque, donde se había refugiado tras la entrada de las tropas alemanas en Francia; especialmente dramática es la última que conservamos, redactada desde el campo de concentración de Pithiviers, el día que iba a ser conducida, sin conocer su destino, a Auschwitz, donde moriría. Sabiendo, en dramático spoiler, su cruel final, la lectura de cada una de ellas me impactaba en el alma. Como ella, millones de personas fueron borradas de la faz de la tierra como si de una plaga de insectos se tratase.
En Auschwitz sólo cabe guardar silencio. Un silencio que es interrogación. Benedicto XVI, en aquel lugar de terror, demandaba a Dios por qué estuvo callado. Pero es también una exigencia y un compromiso. El de que, por nuestra parte, no permitamos, por acción u omisión, que tal crimen contra la humanidad se repita. Jamás.
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