Bali, herida de muerte, trata de recuperar el tiempo perdido mejorando la calidad de su isla, reinvirtiendo en infraestructuras, tratando de aliviar las profundas quejas de los que la visitan
The post Bali, la gallina turística de los huevos (rotos) de oro first appeared on Hércules. Es lo normal. Cada vez que comento que vivo entre Bali y Tailandia, y principalmente centro mi respuesta en la famosísima isla indonesia conocida por sus playas de ensueño, la gente me felicita: «Qué suerte tienes». ¿Y tú has estado en Bali?, les contesto, cuando ellos sólo aciertan a decir: «Es mi sueño. Algún día de estos».
Incluso asumiendo mi carácter crítico, desproporcionado con la media, Bali, a día de hoy, es un martirio chino donde para completar el proceso de la puesta de sol en el lugar que te marcan los influencer hay tres mil personas cuando al regresar a tu hotel debes conducir tu motocicleta sobre las minúsculas aceras ya que el tráfico, además de insufrible, lleva años completamente fuera de control. Por lo tanto, traten de comprender si en vez de sobre una moto fueran en coche. Y ese tiempo perdido, además del riesgo de conducir apelotonado, el turista lo siente en sus propias carnes, además del nativo.
La llegada a la isla elevada a los altares como primer destino vacacional del mundo –en realidad si prohibieran a los australianos venir seríamos catorce– ya es caótica a través de un aeropuerto completamente desbordado. El I Gusti Ngurah Rai, al que mejor llamaremos aeropuerto internacional de Denpasar, se ha quedado no sólo obsoleto sino muy pequeño. Inaugurado en 1931 y renovado en multitud de ocasiones, literalmente ya no da abasto ante la superioridad manifiesta de las líneas aéreas de bajo coste que han conseguido que para este 2024 Bali vaya a cerrar con aproximadamente 24 millones de pasajeros, una cifra muy lejana del par de millones que en los años 90 visitaban un paraíso conocido por su pureza, magia y energía positiva. En la actualidad el gobierno indonesio ha dado orden de construir otro aeropuerto aún mayor en la zona norte de la isla para descongestionar una zona de Bali, que comprende desde Kuta, localidad junto al aeródromo, hasta Canggu, el lugar más de moda a día de hoy, que aunque distan la una de la otra a no más de veinte kilómetros, sus recorrido en coche pueden llegar a durar varias horas. No es sorprendente toparse con turistas que incluso saliendo del hotel tres horas antes perdieron el vuelo.
Otro asunto básico para el gobierno local balines y el central de Yakarta, viendo el descontrolado crecimiento de la isla, está siendo el buscar soluciones para evitar que el tráfico rodado esté entre los más infames del planeta. Para ello, debemos situarnos en contexto. En Bali, y hasta la llegada del turismo, y con él, de trabajadores indonesios llegados desde otras islas atraídos por los salarios más altos, la practica totalidad de la población era, por lo tanto, originaria de la propia isla que nada tiene que ver con el mundo musulmán, amplia mayoría en el resto del país. Aquí se practica algo muy parecido al animismo, que lo mismo concede categoría divina a un árbol como a un río como a una piedra. Y con estas premisas, Yakarta entendió la idiosincrasia local y respetó sus decisiones, como por ejemplo, que en toda Bali no existan rascacielos, y que la máxima altura permitida para levantar edificios sea de cuatro o cinco plantas, y que estas construcciones –en realidad, poquísimas– se pueden contar con los dedos de una mano. La razón hay que encontrarla en que el balinés respeta a la naturaleza –o eso dice; porque la acumulación de basuras y bolsas de plástico en cauces de ríos, arcenes y playas abochorna al más pintado–y no quiere que el hombre construya por encima de una palmera. Así la isla está en gran parte aderezada de construcciones de un par de plantas que han transformado el lugar desde los años noventa hasta nuestros días de forma absoluta. De hecho, los que sí venían a Bali en los ochenta y noventa, en su amplia mayoría, descartaron regresar, ante lo que según ellos, ha sido un atentado terrorista visual en donde antaño hubo pureza y dignidad, y en la actualidad, tráfico y contaminación sonora.
Y gracias al intolerable tráfico se ha tomado la decisión, ante las prohibiciones locales de levantar carreteras elevadas o sobre el mar, de construir una línea de tren subterránea, que desde el aeropuerto, recorrerá justamente esa línea de mar atestada de turistas que van y vienen a diario: desde Kuta, –o sea, junto al aeródromo– hasta Canggu. La cuestión es, poco a poco, ir liberando a esas parte de la isla del absoluto caos que ofrece al turista. Pero, ¿y la población local? ¿Qué opina de todo esto? ¿Acaso no padece las mismas miserias?
Desde hace unos años se han conformado las primeras asociaciones vecinales que se quejan amargamente del turismo descontrolado. Las más radicales hasta se preguntan en foros de internet por qué el agua de su isla la utilizan los hoteles, donde prácticamente nunca hay balineses. Hay que explicar, aunque al lector pueda parecerle exagerado, que en esta parte del mundo el agua cae como si fuera un castigo. Algo así como que en días habituales y repetitivos, entre noviembre y marzo –época de lluvias–, llueve lo que en España abriría telediarios con titulares rimbombantes que hablan de riadas descomunales y cañadas transformadas en ríos navegables. En esta parte del mundo no existen los embalses. El agua se entrega al mar con absoluta propulsión y las cosechas de arroz, frutas y verduras no cesan de crecer y producir. Pero curiosamente, y en la época seca –que nunca es seca del todo– se están comenzando a mostrar problemas de abastecimiento de agua en zonas demasiado masificadas o inhóspitas. «Aquí no existe el cambio climático: llueve lo de siempre y en las misma fechas. El problema es que cada vez somos más», me indica una vecina que reside en el distrito de Ubung, en la capital, Denpasar, y que ejerce como profesora en la Universidad de Turismo donde trata de enseñarse a los alumnos a mejorar, a corto plazo, una gallina de los huevos de oro que comienza a romperse.
Pero otra de las crisis que se atisba en el horizonte es la de los ingresos gracias al turismo. Desde la pandemia, que aquí también hizo estragos, la normalidad no ha vuelto a recuperarse y es habitual ver hoteles semi vacíos, que en muchos casos tiran los precios a niveles francamente llamativos: un espacio limpio, amplio y bien construido a diez metros de la orilla del océano en la localidad de Amed, conocida por ser zona de buceo, puede costarte diez dólares la noche con máxima libertad para encender las veinticuatro horas del día el aire acondicionado; y al día siguiente, tendrás tu desayuno preparado. Cómo no, la electricidad y el carburante están fuertemente subvencionados en Indonesia, un país que descarta en la medida de lo posible cualquier tipo de revuelta social apoyando el comercio.
Pero eso no quita para que sea habitual toparse con la inmensa mayoría de los bares y restaurantes vacíos. A su vez, el contraste lo ponen los que siguen construyendo, sobre todo villas de lujo. La razón hay que encontrarla en que la saturación hacia el turista que viene una semana es absoluta aunque no el nuevo milagro que mantiene aún con vida y superávit a Bali: los extranjeros convertidos en residentes, gracias a favorables visados de larga duración, que se alquilan casas por años pagando precios, que para un occidental, son ridículos. Como ejemplo: una villa con piscina y jardín cerca del mar, si la alquilas por cinco años, puede salirte a 400 euros mensuales. Y dentro de esas propiedades, los arrendados que trabajan en remoto mantienen en buena parte la economía de la isla, que aunque comience a flojear, sigue dando de comer a no pocos indonesios.
Lotus es posiblemente el mayor distribuidor de vinos en la isla. Venden caldos de cualquier país del mundo, incluido España con fabulosos riojas o espléndidos mencías bercianos. Uno de sus responsables explica cómo ha quedado el tablero tras tantos años de lo mismo y después de la fractura pandémica: «De la misma forma que los hoteles y restaurantes compran menos vino, se han multiplicado por dos las ventas en supermercados, y aún más, los clientes que quieren una cajita de vino surtida en sus villas cada semana». Aunque visualmente Bali siga estando llena de blancos, la mayoría de estos, en realidad, no visitan templos ni playas a la carrera, sino que directamente residen con otro amparo a sus sueños: los impuestos que aquí se abonan son ínfimos.
Bali, por lo tanto, se ha convertido en una isla con menos turistas y más extranjeros residiendo de manera fija. Pero para un local no deja de ser lo mismo: en las zonas turísticas, donde las olas rompen lejos y los surferos sueñan con alcanzar la mejor, cuando cada puesta de sol es una especie de concierto donde miles de personas toman fotos sin descanso, donde el yoga y el zumo de remolacha y jengibre sigue siendo el suplemento vitamínico de no pocos, el blanco domina por completo cada acción.
Ubud, algo alejada de la zona más turística, y conocida por sus numerosos templos, ha pasado de ser un pueblo a visitar a un parque de atracciones. Es el lugar donde cada turista, e incluso residente, debe pasar al menos un día. Sus fabulosos campos de arroz, sus junglas de apariencia inviolable, y por lo tanto, el verde como castigo, sumados a templos y más templos donde el agua recorre sin cesar cada una de sus calles, convirtieron al lugar que acogió al pintor filipino de ascendencia española, Antonio Blanco, en otra excusa para peregrinar. Hoy día, las hordas humanas desprestigian a Ubud, convertida en otro amasijo de tráfico, y por lo tanto, de contaminación sonora. Se plantea que ese tren subterráneo pueda alcanzar a esa ciudad.
Pero si algo aún le queda a Bali es su interior, despoblado de turistas y con muy pocos residentes extranjeros, donde vivir con dignidad en un espacio milagroso, podría asegurar que debe ser de los más baratos del mundo si no el más. La seguridad acompaña y el tráfico mejora en un 80%. Uno tiene acceso a casi todo –bueno, no hay champán francés– rodeado de inmensos volcanes, con lagos como si estuvieras en Suiza, y monos que en realidad son de ahí. Kielo es una finlandesa a la que gusta pintar, pero que en realidad, vive en Bali dando clases de inglés en remoto. Su casa en la provincia de Karangasem tiene unos 120 metros cuadrados construidos, estilo balines, con las estancias separadas y una especie de patio al aire libre, con un amplio jardín repleto de árboles frutales y frangipanis muy floreados que no entran dentro de mi medición inmobiliaria. Por ese inmenso espacio, con electricidad, acceso a internet y agua caliente, paga alrededor de 200 euros mensuales. Su contrato lo firmó por cinco años, algo muy habitual en Bali, donde el propietario prefiere la pasta por adelantado y luego olvidarse de todo. Como podrán comprobar las facilidades son máximas… siempre que tengas dinero. Y ella pagó por un visado a inmigración; visado que le permite estar en la isla y entrar y salir las veces que quiera. Para el resto –o sea, los turistas– 30 días de permiso inicial que a cambio de 35 dólares podrían aumentar a otro mes. Y luego, debes dejar el país sí o sí.
Aunque en Bali existan muchos extranjeros que llevan viviendo toda su vida, la adquisición de propiedades sólo está permitida al nacional. Claro que, la ley hace la trampa, y muchas de esas personas lo que hicieron en su día fue alquilar tierras por cincuenta años, practica muy habitual para el que quiere pagar poco y sentirse como en su propia casa, aunque no deja de ser otra manera de saber que podrás quedarte el resto de tus días siempre y cuando no te ofusque al no poder dejar herencias.
En esta locura de blancos y nativos, con decisiones que se toman en su mayoría en Yakarta, se están haciendo famosas en los últimos meses las redadas que han dado con los dueños de casas de masajes en prisión. Parejas australianas u holandesas, con años de vida y buena reputación, que de la noche a la mañana son detenidos y encarcelados. Como bien sabe todo aquel que visita a menudo el sudeste asiático, Bali no es, ni de lejos, un destino sexual como sí lo son Tailandia y Filipinas. Pero la influencia cada vez mayor de la corriente ultraconservadora islamista en el gobierno de Yakarta ha conseguido que algunas de estas redadas hayan copado portadas y telediarios en Indonesia, publicitando acciones que deberían ser señaladas por el nativo que ven en el extranjero a una especie de vicioso. Debe saberse que la tasa al alcohol, incluso cuando se produce de manera interna, es de las más altas del sudeste asiático. Una cerveza local, para nada asociada a la calidad, suele costar en un bar normal a las nueve de la noche entre cinco y seis euros. El vino, en realidad, se ha convertido en un producto de lujo, con botellas de champán francés en ese mismo local que rebasan los doscientos euros, cuando un tinto mediocre aunque importado jamás está por debajo de los 35 euros.
Una funcionaria de la Universidad de Turismo en Nusa Dua que prefiere ocultar su nombre, porque hablar del turismo, primera fuente de ingresos de Bali, y de forma crítica me asegura que es arriesgado, señala que «por culpa del tráfico y del poco mantenimiento de las infraestructuras, con carreteras llenas de agujeros, los turistas de calidad vendrán cada vez menos cuando como mucho aspiraremos al low cost«. Otro de los graves problemas según esta funcionaria es que aún no se ha puesto coto para ofrecer licencias de construcción a todo aquel que las pide y paga por ellas, tantas veces abonando por debajo de la mesa: «algún día la isla colapsará. Aunque no se permita al extranjero adquirir tierras, en el fondo, dejándoles construir con contratos de treinta años estamos vendiendo la isla, y lo que es peor, explotándola hasta un límite que no sé si alguna vez tendrá la posibilidad de una vuelta atrás». Aunque el más polémico de sus mensajes tiene que ver con la política: «Si el gobierno central de Yakarta alguna vez queda controlado por islamistas radicales, Bali quedará herida de muerte».
Lo que sí que parece haber quedado claro es que los mejores días de Bali ya fueron y que ahora es en las pequeñas islas aledañas como Lombok, las islas Gilli y Nusa Penida donde ese turismo que busca pagar un precio más alto se arraiga para sentirse libre de multitudes y tráfico rodado. Y Bali, herida de muerte, trata de recuperar el tiempo perdido mejorando la calidad de su isla, reinvirtiendo en infraestructuras, tratando de aliviar las profundas quejas de los que la visitan.
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