De la necesidad de una nueva élite

Toda organización política tiende a la corrupción, si entendemos por esta el control de los recursos de muchos de manos de unos pocos
The post De la necesidad de una nueva élite first appeared on Hércules.  Todo aquel interesado en la teoría política conoce, aunque sea lejanamente, una noción clave introducida por el célebre sociólogo italiano Vilfredo Pareto a principios del siglo XX y popularizada en España, tras sufrir una inteligente crítica de la mano de Robert Michels, por el gran pensador político hispano del último medio siglo: Dalmacio Negro. Este concepto, por supuesto, es el de «Ley de Hierro de la Oligarquía», que habla de una paulatina concentración de los recursos en unas pocas manos, esto es, de la endogamia en el ámbito del Poder. Que sobre todo encuentra su quintaesencia en la partidocracia democrática.

Seamos claros: toda organización política tiende a la corrupción, si entendemos por esta el control de los recursos de muchos de manos de unos pocos. Para un «realista político» la indignación ante este hecho resulta tan ridícula como la de quien se queja de tener que ir a dormir para poder mantener una vida sana. La especial consideración del desastre dentro de ese pesimismo del pensamiento al que denominamos como «realismo» no debe sorprender a nadie que haya analizado con algo de seriedad y rigor el «concepto de lo político», a la manera de Carl Schmitt o Julien Freund. A pesar de ello, creemos que, siguiendo a Eric Voeglin o Hans Blumenberg, es un error dejar de lado la proyección teológica que esta clase de encrucijadas políticas suelen llevar en su trasfondo más esencial y, podríamos añadir, metapolítico.

Toda la escuela moderna de pensamiento, tan nefasta como negadora de la realidad profunda de lo vivo, que va de Martín Lutero a Jean-Jacques Rousseau, pasando por Thomas Hobbes y Tomás Moro, excluye la posibilidad de lo trascendente en las relaciones entre los hombres y el poder. De ahí la concepción de una realpolitik curiosamente ligada a la Utopía (no-lugar) que excluye tanto a la Ratio, a la Razón y a las Ideas, en favor de una mirada a la condición humana como inherentemente corrupta, según la cual es el Progreso quien debe acarrear sobre sus espaldas la tarea de enderezar su condición contaminada, por medio del Estado y sus secuaces. Con la llegada de la democracia y sus sistemas cerrados de partidos no se haría esperar la crítica que Michels formalizó en 1911 con la famosa sentencia «Quien habla de organización habla de oligarquía».

Creo que esta mirada sobre la «organización» resulta, en sí misma, fruto de la secularización que forma parte del problema. En 1924, sin embargo, aparecería un libro clave y casi siempre olvidado en lo relativo a esta cuestión: Oriente y Occidente, del metafísico francés René Guénon, que en este texto fundamental estudia la relación conflictiva entre las dos principales manifestaciones históricas que conforman la Tradición, de una manera análoga a lo que hará Ernst Jünger en su texto El nudo gordiano (1953), y que dedica un capítulo fascinante a la misma cuestión que interesara a Pareto y Michels, esto es, la “Constitución y función de la élite”.

Para empezar a leer dicho apartado cabe señalar que, para Guénon, quien publicara el citado texto a la edad de 38 años, aquello a lo que habitualmente se llama «élite» en Occidente en realidad no responde a tal nombre en su preparación espiritual, por culpa de la «miopía intelectual» y los «hábitos mentales» adquiridos a partir de unos presupuestos epistemológicos equivocados. Como en las categorías aristotélicas de lo político la «élite» habría degenerado en algo así como una «tiranía», al punto de que, gobernados por ignorantes que llevan siglos perpetuando su estupidez hereditariamente, de generación en generación y manteniéndose en la cúspide de la pirámide gracias al poderío tecnocientífico, no resulta extraño comprobar que el conjunto de la sociedad haya caído en una gradual degeneración de la idiocia.

La «instrucción profana» transmitida a través de las universidades, medios de comunicación y demás medios sistémicos orientados a la domesticación, han confundido la forma con el fondo, olvidando que, como señala Guénon, «en algunos países de Oriente hay gentes que, no sabiendo ni leer ni escribir, no por ello llegan menos a un grado muy elevado en la élite intelectual». Esto no debe ser entendido como una apología del barbarismo o del analfabetismo, necesariamente, sino como una severa crítica a los estándares intelectuales de una cosmovisión fáustica que confundió, hace ya unos cuantos siglos, el dominio de la técnica y la comprensión titánica del conocimiento con la verdadera sabiduría que debe guiar a toda aristocracia del espíritu. Sin una «brújula» trascendente ni una «coraza» metafísica, aquellos que deberían guiar a la sociedad se encuentran sumidos en la contingencia en una medida no menor a la de sus propios súbditos.

En una civilización, como es la liberal y socialdemócrata, que se precia de ofrecer sobre el papel «igualdad de oportunidades» y hasta de ser una «meritocracia», sorprende comprobar cómo todavía hoy se cumple aquello que Guénon identificara hace ya un siglo: «Los mismos peligros no podían existir en una civilización tradicional, donde aquellos que están verdaderamente dotados en lo intelectual encuentran todas las facilidades para desarrollar sus aptitudes; en Occidente, al contrario, no pueden encontrar al presente más que obstáculos, frecuentemente insuperables, y sólo gracias a circunstancias bastante excepcionales se puede salir de los cuadros impuestos por las convenciones tanto mentales como sociales».

Lo interesante aquí es que Guénon critica la endogamia del conocimiento antes de la endogamia de los medios, relacionando la perversión de la primera con la corrupción de la segunda, algo que destaca por su ausencia en los análisis, por otro lado extraordinarios, que Pareto y Michels hicieron por su parte en la primera mitad del siglo XX. La conclusión es contundente: «La élite intelectual es verdaderamente inexistente en Occidente»; y ello, podríamos añadir cien años después, es una consecuencia directa del deicidio: despojados de dirección sacra, por la inversión de la teología tradicional de Europa, nuestras élites no pueden sino errar hacia lo satánico. El pacto mefistofélico, creen equivocadamente las élites secularizadas, es el pasaporte adecuado para aferrase a su Poder ad infinitum.

El etnocentrismo característico de un Occidente que se enseñorea en sus propios errores terminológicos, y que además suele confundir los aciertos concretos del cientificismo y el despotismo racionalista con verdades inmutables, hacen que sea imposible salir del propio marco mental para relativizar los errores propios con los valores sapienciales de los otros polos civilizatorios que pueblan el mundo, como puedan ser África o Asia. Occidente, pues, se impone a sí mismo unos límites conceptuales que son causa y consecuencia de su propia decadencia: «Lo que se refiere al orden metafísico es, en sí mismo, susceptible de abrir, a quien lo concibe verdaderamente, horizontes ilimitados». Nada más lejos de nuestra realidad actual, que es la del estancamiento en unos límites puramente horizontales.

El formalismo típicamente occidental quiere constreñir el misterio de la metafísica en una serie de dogmas preestablecidos, igual que se pretende atrapar la organización social en un conjunto de estructuras sólidas, con estatutos y reglamentos, así como de una serie de preceptos intelectuales limitantes, que constituyen el principal causante, junto a la endogamia, de la decadencia. Los teorías y sistemas de la intelectualidad occidental son limitantes en el conocimiento, a la larga fatales en su inevitable devenir, concluye Guénon, como las rígidas formas de una sociedad burocratizada que se construye a imagen de su élite intelectual.

Desde el siglo XVI en adelante, afirma el metafísico francés, Occidente ha desdeñado un tipo característico de «organizaciones» que aún pervivían en Oriente en el momento de publicación de su citada obra. Si en la Edad Media todavía era posible concebir esas «organizaciones», cuyos principios se afianzaban sobre lo inmutable, en la Modernidad resulta del todo imposible encontrar rastro de ellas, sobre todo cuando las sociedades secretas encargadas de transmitir el fuego esotérico del conocimiento dieron el paso de una metafísica operativa a una metafísica especulativa, cuyas últimas consecuencias son las ideologías de los Derechos Humanos que hoy imperan en los organismos internacionales.

La solución para Guénon, resulta tan evidente como la causa: «El retorno de Occidente a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones». Antes que en lo político, debemos buscar en lo teológico el “pecado original” de la Modernidad occidental en su conjunto. La oligarquía de lo sutil se establece primero, y sólo después se disemina en la concentración de lo político, lo social y lo económico. La ignorancia, en el ámbito del conocimiento, de un pueblo idiotizado como el occidental no es más que el reflejo de la propia ignorancia espiritual de unas élites depauperadas que han apartado lo inmutable de su centro constitutivo.

The post De la necesidad de una nueva élite first appeared on Hércules.