El Ejército de EEUU lanza otra costosa transformación para ganar protagonismo en Asia, sin resolver los fracasos anteriores ni su desventaja geográfica. Persistir en este camino parece más político que estratégico
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El Departamento de Defensa de EE. UU. ha revelado una nueva estrategia militar enfocada en China. El secretario de Defensa, Pete Hegseth, junto con altos mandos del Ejército, ha presentado un ambicioso plan de modernización el 30 de abril, vendiéndolo como un rediseño generacional necesario.
La propuesta apunta a transformar la estructura actual de las fuerzas terrestres, preparándolas para operar en la compleja geografía del Indo-Pacífico. Esto implica dejar de lado viejos sistemas como los blindados pesados y helicópteros tradicionales, en favor de equipos más livianos y tecnología adaptada al entorno marítimo.
No obstante, esta apuesta por reinventarse en Asia parece condenada a repetir fracasos previos. El Ejército no ha logrado definir un papel sustancial en un eventual conflicto con China, y otro costoso rediseño difícilmente resolverá ese problema estructural. Es momento de que el Ejército se enfoque en sus capacidades concretas: defensa aérea, mando y control, y apoyo logístico.
El rediseño actual no es una novedad. Hace apenas siete años, se lanzó el Comando de Futuros del Ejército con más de 30 programas de modernización que prometían revolucionar sus capacidades. Prometieron tanques y misiles de nueva generación, drones, y fusiles para la guerra del futuro.
Algunos de estos proyectos estaban orientados al combate terrestre clásico, pero muchos tenían un objetivo más claro: posicionar al Ejército en el esfuerzo estratégico contra la expansión militar china, atrayendo así más recursos del Pentágono. Entre ellos figuraban misiles de precisión de largo alcance, helicópteros de nueva generación y una renovada flotilla de embarcaciones.
A pesar de las inversiones millonarias, el Ejército ha fracasado una y otra vez en definir con claridad su utilidad en un eventual enfrentamiento con China. El principal obstáculo ha sido geopolítico: el acceso limitado a bases y territorios en la región. Más allá de Japón, Corea del Sur y Filipinas, ningún país ha demostrado entusiasmo por permitir una expansión de presencia terrestre estadounidense.
Incluso en los lugares donde se ha permitido el despliegue de tropas, la acogida a los nuevos sistemas —como los misiles de largo alcance o grandes reservas logísticas— ha sido tibia o nula. Como resultado, el Ejército se ha quedado con equipamiento costoso sin posibilidad real de uso o despliegue efectivo en la región.
Intentar compensar las limitaciones geográficas con tecnología más sofisticada —drones de largo alcance, misiles hipersónicos— ha generado más problemas que soluciones. La complejidad técnica de estos sistemas y la logística en una región de enormes distancias han impedido que se puedan desplegar en cantidades operativas relevantes.
El caso del programa de misiles hipersónicos es ilustrativo. El proyecto se ha retrasado años y ha terminado desarrollando un misil cuyo costo ronda los 41 millones de dólares por unidad. Con ese precio, el Ejército solo podrá comprar una docena. Peor aún, otros proyectos estrella como el helicóptero de reconocimiento del futuro y el cañón estratégico de largo alcance han sido cancelados tras enfrentar serias dudas sobre su utilidad práctica en Asia.
La razón de fondo es clara: el Indo-Pacífico es una región marítima, mientras que el Ejército es una fuerza esencialmente terrestre. La incompatibilidad entre su estructura y el teatro de operaciones ha minado todos los intentos de ganar relevancia estratégica allí. Sin embargo, en lugar de reconocer esa realidad, Hegseth y su equipo parecen decididos a repetir el mismo error.
En esta nueva transformación, se vuelve a hablar de aumentar la presencia avanzada del Ejército en Asia mediante rotaciones, ejercicios y reservas preposicionadas. Pero no se explica cómo se lograrán estos objetivos. La administración Trump, al igual que las anteriores, enfrentará la misma resistencia: pocos países en Asia quieren alojar más tropas o sistemas del Ejército por temor a provocar a China.
El Departamento de Defensa ha tratado en el pasado de generar hechos consumados dejando equipos tras ejercicios militares, pero esto no resuelve el problema de fondo. Las condiciones políticas para un mayor acceso militar solo pueden negociarse a través de la diplomacia, y cualquier planificación estratégica debe basarse en el acceso real, no en hipótesis optimistas.
Además, el plan de Hegseth impone plazos aún más agresivos para desplegar tecnologías clave: misiles de largo alcance, sistemas antidrones, plataformas de mando con inteligencia artificial, etc. Pero las dificultades de estos programas han sido principalmente técnicas y operativas, no de adquisiciones. Las distancias, el clima y el entorno marítimo del Indo-Pacífico no pueden resolverse con cambios burocráticos.
Y aunque el Ejército lograra superar las barreras técnicas y políticas, aún le faltaría un marco conceptual claro. No basta con equipar unidades con drones si no se sabe cómo usarlos en un entorno dominado por el agua y por amenazas aéreas constantes. Sin un plan operativo creíble, todos estos sistemas quedarán infrautilizados.
El rediseño propuesto tiene un costo estimado de 36.000 millones de dólares. En vez de invertir esa cantidad para intentar redefinir su papel en Asia, el Ejército debería reforzar sus funciones tradicionales: proteger a las fuerzas aliadas con defensa antiaérea y antimisil, garantizar el mando y control, y sostener la logística del conjunto de fuerzas estadounidenses.
En este sentido, el documento de Hegseth tiene un punto a favor: incluye inversiones en defensa aérea. No obstante, hay un riesgo real de que esta prioridad sea desplazada por programas más llamativos, como los misiles de largo alcance y las plataformas no tripuladas, que han sido objeto de deseo de los altos mandos durante años, o iniciativas vistosas como una “Cúpula Dorada” de defensa tipo israelí adaptada a EE. UU.
Aceptar que el Ejército no puede ocupar un rol protagonista en Asia podría suponer recortes presupuestarios y una menor estructura de fuerza. Pero también permitiría liberar recursos para otras misiones y mejorar la calidad del apoyo que ofrece a las fuerzas conjuntas. La especialización, aunque limitada en alcance, puede incrementar su impacto.
Tras dos décadas en las que fue el actor principal en operaciones de contrainsurgencia, al Ejército puede no agradarle la idea de jugar un papel secundario. Pero insistir en encontrar un nuevo protagonismo en Asia es una estrategia estéril. El camino más sensato pasa por asumir sus límites y fortalecer aquello que históricamente ha sabido hacer bien.
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