Pero quizá lo más triste de todo lo que estamos viviendo no es la asfixiante corrupción, de la que podremos, con esfuerzo, salir, sino la honda división y enfrentamiento que ha generado en la sociedad española un ególatra sin escrúpulos, y que ha avivado nuestros peores instintos cainitas
The post El Hundimiento first appeared on Hércules. En 2004 tuvo lugar el estreno de la película alemana Der Untergang, que en España se tituló El Hundimiento. Dirigida por Oliver Hirschbiegel, narra las últimas semanas de vida de Hitler, quien, ante la cercanía de las tropas soviéticas que comienzan a atacar Berlín, terminará refugiado en el búnker de la Cancillería, donde, tras casarse con su amante Eva Braun, acabará suicidándose para no caer en manos de los rusos. Pero antes de llegar al desenlace último, vemos a un Hitler que ha perdido todo el sentido de la realidad, tratando, por medio de imposibles maniobras, de evitar la hecatombe final con la que se hundirá el III Reich. Un personaje desesperado, que no duda en mandar ejecutar a quienes tratan de buscar un acuerdo con los Aliados, a la vez que prohíbe la rendición, tras haber llevado a su país al mayor de los abismos. El sueño del “Reich de los Mil Años” se convirtió en la pesadilla que arrasó Europa, sumiéndola en el terror, la destrucción, la violencia indiscriminada, y dejando como legado un continente dividido durante décadas. Pocas veces se ha visto en la Historia cómo los delirios de grandeza de un personaje siniestro han conducido a millones de personas a un verdadero infierno sobre la faz de la tierra. Pero Hitler no hubiera podido realizar su aberrante proyecto sin el apoyo, sostenido durante mucho tiempo, de gran parte de la población alemana, como analiza brillantemente Ian Kershaw en sus obras sobre el Führer, especialmente en El mito de Hitler: imagen y realidad en el Tercer Reich. Un liderazgo tóxico, pero que despertó durante años el entusiasmo de las masas.
Esto no fue una excepción histórica que ocurrió en la Alemania posterior a la humillación sufrida tras el Tratado de Versalles. Cualquier dictador que se mantiene en el poder, más allá de la dosis de terror o violencia que imponga a la población, puede gobernar solamente si una parte importante de dicha población le apoya. Cuando falla esta condición, es cuando los dictadores pueden ver destruido su poder y, o bien caen, o sólo se sostienen incrementando la violencia sobre el pueblo, como vemos en los casos de Venezuela o Cuba. Porque como explica el historiador Frank Dikötter en su más que recomendable ensayo Dictadores. El culto a la personalidad en el siglo XX, a ningún dictador le bastan el miedo y la violencia para mantenerse en el poder, pues aunque puedan servir para alcanzar ese poder y mantenerlo temporalmente, no funcionan, salvo casos excepcionales, a largo plazo. Muchas de las dictaduras del siglo pasado se perpetuaron porque contaban con un alto nivel de adhesión popular. Que en el caso español Franco falleciera en la cama es la muestra más palpable de que, aunque muchos no estén dispuestos a reconocerlo, contaba con el apoyo y la aceptación de gran parte de los españoles. Figuras como Stalin o Mao Tse-Tung, independientemente del juicio histórico que nos merezcan, estuvieron rodeadas de ese aura casi divina, tan presente, curiosa pero no paradójicamente, en los sistemas comunistas.
Esta regla política es aplicable, mutatis mutandis, a un contexto democrático. Un político sólo puede permanecer en el poder si cuenta con el apoyo de sus ciudadanos, lo que resulta obvio. El problema es cuando ese político ha ido extendiendo su poder a otros ámbitos que no le corresponden, como suele suceder en las anocracias, en las que instituciones independientes van siendo colonizadas por el gobernante, que, a la vez, trata de borrar la separación que definiera como esencial para la democracia la vieja teoría del barón de Montesquieu. Dudo mucho que España se haya transformado en una anocracia, pero la situación actual debería generarnos amplia preocupación, pues tenemos un ejecutivo que prescinde del legislativo, que intenta controlar al judicial, y que ha situado en las principales instituciones públicas o dependientes del Estado, amigos y fieles, sumiéndolas, como hemos sufrido, en la ineficiencia.
Puede que estemos asistiendo en nuestro país también a otro hundimiento, salvando obviamente las grandes distancias. Porque la situación actual, tras las últimas noticias, es insostenible. Es cierto que muchos de los escándalos que han rodeado al gobierno durante toda la legislatura –y la anterior-, en otros países europeos le habrían hecho caer y aquí no ha pasado nada. Pero más allá de la capacidad de resistencia –resiliencia, que dicen los pedantes que no han leído ni oído hablar de Viktor Frankl- que ha demostrado tener, lo que vamos conociendo hace imposible que la situación se prorrogue mucho más tiempo. No es sólo que los tiempos no están ya controlados, ni que un escándalo tape al anterior. La sociedad española no puede soportar esta continua degradación de lo público, la progresiva pérdida de prestigio de las instituciones, el hedor asfixiante de una corrupción que amenaza con ahogar a todo el país. España no se merece este nivel de degradación, esta sospecha continua de que todo está podrido. Hemos asistido a espectáculos vergonzantes, como el del presidente de la Diputación de Badajoz obligando a diputados a dimitir para poder aforarse, convirtiendo, una vez más, lo que era en su origen una herramienta para proteger a políticos honestos, en un instrumento al servicio de la corrupción política. Pero lo más grave es lo que los audios que se están revelando nos muestran de los entresijos del entorno presidencial, la versión cutre y nacional de una House of Cards en donde todo vale para acabar con quienes pueden poner en peligro el mantenimiento en el poder, única y suprema aspiración de nuestro Frank Underwood, quien pasará a la historia española como uno de los más nefastos políticos que nos han gobernado –y miren que el listón está muy alto-. Las imágenes nos muestran a un hombre físicamente desgastado, cercado por unos escándalos que el relato oficial ya no puede maquillar, capaz ciertamente de continuar resistiendo, pero a un coste que difícilmente seguirá siendo asumible.
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