Existencialismo de novela

No existe solución alguna, pues, al estado mental de Roquentin, Meursault o Samsa, dado que sin la vía abierta del espíritu toda posibilidad de sentido queda excluida de antemano
The post Existencialismo de novela first appeared on Hércules.  ¿Qué cosa es el «existencialismo» en la literatura? Supongo que, más que un estilo, una trama o un motivo, ante todo es una categoría que se refiere a un tema: la existencia. Ahí queda enunciado el primer problema a la hora de hablar de él: en un artista creativo, la capacidad visionaria, fantástica y fabuladora se despliega desde y hacia lo más profundo de su ser, porque un artista creativo no es otra cosa que un canalizador del «universo arquetípico» que reside en el Mundus Imaginalis, en el «imaginal» del que habló Henry Corbin.

Existe una afinidad natural entre las vidas de Meursault, Gregor Samsa y Antoine Roquentin, esto es, entre L’Étranger (Albert Camus, 1942), Die Verwandlung (Franz Kafka, 1915) y La Nausée (Jean-Paul Sartre, 1938). Y no sólo en el papel principal asignado a un protagonista extravagante que se encuentra atrapado en una realidad desconcertante, en un paisaje interior de fuerte desesperación que apenas si contrasta con un exterior desquiciado que pone en cuestión el propio tejido de lo real a través de sucesivas situaciones y encuentros con personajes que sólo invitan a la acedía. También en un mismo problema de sino filosófico que ahora queremos abordar.

Romano Guardini, dejó dicho «Lo que viene del silencio tiene plenitud y riqueza» porque «la vida del espíritu se realiza en su relación con la verdad, con el bien y con lo sagrado». Sólo desde el silencio se puede esperar a que el centro existencial se haga visible, a que se haga patente y ordene la existencia: de esta forma la vida se jerarquiza por medio de la transfiguración; en un callar previo que ordena el hablar, que evidencia el silencio a través de la articulación dialéctica; y, sin embargo, todo acontecimiento en la vida de estos personajes se estanca en una horizontalidad carente de sentido, como si de una cháchara vana se tratara.

Meursault, Gregor Samsa y Antoine Roquentin tratan por igual de hallar significado en los sucesivos acontecimientos que les acontecen; son incapaces de imponer quietud en la riada existencial y, a cambio, son arrasados por la absurda lógica de su propia idiosincrasia, sin vida, ni sustancia, ni posibilidad alguna de plenitud: el sentido de la vida se halla cuando lo fragmentario se funde en lo Uno, permitiendo así atisbar la unidad en lo disperso a ojos del experimentador. Este hallazgo no encierra determinismo alguno, contra lo que pudiera parecer, más bien resulta liberador: en su interior brilla la posibilidad de reconocerse creado y, despertando así el espíritu, en elevarse uno mismo a la categoría de creador.

Al «no hallar compañía» es que surge «la dicha de enmudecer» en la verdad que florece sin porqué: «La verdad es una fuerza, pero sólo cuando no se exige de ella ningún efecto inmediato, sino que se quiere mostrar la verdad por sí misma, por amor a su grandeza sagrada y divina» (Romano Guardini); y esa experiencia de unidad, de verdad, es la que acaba cimentando una seguridad epistemológica en el sujeto, una transformación (o «metanoia») de signo eminentemente religioso.

En la «novela existencialista», como ocurre de otra manera en la «novela de terror», la horizontalidad del existir vacío de sentido irrumpe para generar desorden y, con ello, un vértigo en el sujeto. Al no hallar seguridad en la experiencia, sino únicamente vértigo y vacío, el sujeto reconoce que su realidad no es ya aterradora, como ocurriría en un relato de Edgar Allan Poe o Howard Philips Lovecraft, sino absurda, o incluso risible, como acabará explorando Samuel Beckett en su narrativa.

Leamos de nuevo Guardini: «El cristianismo no es ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es esto también, pero nada de ello constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazareth, por su existencia, su obra y su destino concretos; es decir, por una personalidad histórica». También la novela existencialista, que encuentra el absurdo de un «Dios muerto», al negar y despreciar la figura de Cristo, se basa en ejemplos concretos, en personalidades tangibles: también el sinsentido busca encarnarse y tener un nombre, para el artista contemporáneo, en la imagen de un relato.

Sin un «centro» existencial, el ser cae en lo opuesto de la transformación: la deformación que constituye el «último hombre» descrito por la narrativa existencialista. Sin embargo, esa postura existencial a la que hemos aludido queda muy lejos de la banalidad propia de las urbes posmodernas: la literatura ve en las cosas una gravedad que la vida difícilmente avala con su trajín cotidiano: ni Camus, ni Sartre, ni Kafka habrían podido imaginar las posibilidades inherentes a la cibernética y sus derivados a la hora de circunscribir al ser humano a las zonas más bajas y subpersonales de la existencia.

De entre los tres ejemplos seleccionados, que también consideramos los «canónicos» del género escogido, Samsa va incluso más lejos que Meursault y Roquentin en su experiencia del absurdo: a la ausencia de jerarquía y transfiguración en su existencia se suma una mutación física dominada por la lógica de la inversión. Al saberse convertido en insecto, la seguridad epistemológica ha degenerado en su reverso terrible; pero antes de ese suceso, Samsa ya era alguien estancado en lo laboral, atado a relaciones cambiantes y poco duraderas, con un círculo familiar hostil y traumático dominado por un angustioso sentido del deber, pero a pesar de ello, Samsa ha logrado elevarse sobre el mero ansia de subsistencia material en el que están varados todos los miembros de su entorno familiar y social; aunque, en su búsqueda de sentido, de un trasfondo existencial consistente, sigue siendo materialista y no comprende ninguna posibilidad efectiva del espíritu, por lo que permanece anclada en el territorio restrictivo de lo puramente mental, en el infierno subpersonal de un inconsciente ingobernable que, paradójicamente, reclama a gritos la aparición de un amo.

No existe solución alguna, pues, al estado mental de Roquentin, Meursault o Samsa, dado que sin la vía abierta del espíritu toda posibilidad de sentido queda excluida de antemano. Estos personajes son encarnaciones ficticias de un trasfondo histórico real y tienen un evidente principio de ética encarnada en los principios con los que ellos se resisten a las fuerzas hostiles del entorno en el que habitan y que los asedia injustamente; a pesar de ello, siguen sordos ante el silencio, carecen de una salida estética que logre hacer cristalizar el significado de sus respectivas existencias en una obra: al no poder significar y jerarquizar su entorno, acaban siendo consumidos por él.

Muchos siglos atrás, San Agustín de Hipona ya se anticipó a problemas que el hombre moderno considera de acuciante actualidad: «Si te sientes mudable, trasciende tus límites y adéntrate en el reino de la verdad», «No vayas afuera; entra en tu alma, porque en el hombre interior habita la verdad» y «Esta es nuestra tarea: buscar la verdad». Hoy en día, estos personajes serían confinados al psicólogo y, con toda probabilidad, sometidos a un estricto régimen de medicación. Un psicoanalista diría que sus temores en el fondo ocultan deseos reprimidos, mientras que la realidad es que, como a buen seguro afirmarían René Guénon y Julius Evola, es la propia preeminencia de lo mental desgajado del espíritu en sus vidas lo que los ata al nivel inferior y subpersonal de la existencia.

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