Hijos de Caín

¿Cómo hemos podido dejar que una caterva de mediocres, de ambiciosos sin escrúpulos, de corruptos, inmorales y amorales, sean quienes nos gobiernen?
The post Hijos de Caín first appeared on Hércules.  Hace pocos días, en una columna de El País, la escritora Ana Iris Simón señalaba una de las mayores carencias culturales que padecen los jóvenes en nuestro país, la ignorancia generalizada de legado cristiano que ha conformado la cultura española, afirmando que “no se puede comprender nuestra historia sin el sustrato católico en el que se asienta o contra el que se construye”. Algo que cualquier docente universitario también podemos constatar diariamente en las aulas. Sin las claves que proporciona el catolicismo, independientemente de que se sea creyente o no, nos incapacitamos para entender nuestra literatura, nuestro arte, nuestro folclore y hasta nuestra gastronomía. Y, por supuesto, nuestro lenguaje, transido de expresiones tomadas de la Biblia, que nos invitan a “tener más paciencia que Job”; de figuras de santos, pues cuando nos dan algo y nos lo reclaman recurrimos a santa Rita, o de los ciclos litúrgicos, ya que hay personas a las que sólo queremos ver “de Pascuas a Ramos”.

De esta tradición cristiana viene el adjetivo “cainita”, calificar a alguien como “un Caín” o la expresión “hijos de Caín”, que tantas veces nos aplicamos los españoles a nosotros mismos. Y no sin razón. Porque basta echar un vistazo a nuestro alrededor, estar atentos al discurso político, a los comentarios en las redes sociales o a cualquier conversación de bar, para comprobar el grado de enfrentamiento que existe entre los españoles. Caín, en el libro del Génesis, se nos muestra como el asesino de su hermano Abel, movido por la envidia que le corroía, pues Dios había aceptado la ofrenda de su hermano, pero no la suya. Ya sabemos del gusto que tenemos en España por este pecado capital, la envidia, como aguda y humorísticamente analizó Fernando Díaz-Plaja en El español y los siete pecados capitales, y cómo condiciona nuestras relaciones con los demás, aunque no lleguemos al extremo del hijo primogénito de Adán y Eva.
Pero el cainismo sí que está presente entre nosotros. Tal vez sea la peor consecuencia de eso que, con mayor o menor acierto, se ha venido llamando “las dos Españas”, dos modos antagónicos de entender el país, que hunde sus raíces más profundas en la escisión producida en la vida nacional a principios del siglo XIX, que fermentó durante el reinado de Fernando VII y que marcó la historia española durante aquella centuria y gran parte de la pasada, eclosionando en diferentes guerras y enfrentamientos civiles, desde la primera Guerra Carlista hasta la de 1936-1939, prolongándose la división a lo largo de la dictadura de Franco. El fin de ésta pareció poner también final al enfrentamiento mantenido secularmente entre españoles. La Transición, con sus luces y con sus sombras, alentó una reconciliación que hizo que los habitantes de la piel de toro trataran de mirar hacia delante, perdonándose mutuamente, restañando heridas, buscando el abrazo fraterno y no el garrotazo que tan bien supo plasmar Goya.

Pero cuando todo ese pasado doloroso parecía superado, cuando se podía esperar que sólo fuera objeto de estudio por parte de los historiadores, se volvió a abrir la caja de Pandora, buscando réditos políticos del dolor redivivo. Nunca se ponderará bastante el desgraciado papel que tuvo en ello José Luis Rodríguez Zapatero, aunque la responsabilidad no cabe achacársela en exclusiva a él, ni tan siquiera a quienes se apresuraron a seguirle por esa senda suicida para la convivencia nacional. Hemos sido todos los ciudadanos quienes, en mayor o menor medida, en gran manera por omisión, hemos dejado que la serpiente creciera, que inoculara su veneno en una sociedad mucho más adormecida de lo que se podía esperar en un país democrático y avanzado de Europa. Ahora vemos como el daño está hecho, como cada vez nos encontramos más enfrentados, como las grandes tragedias que nos han azotado, desde el 11-M hasta la DANA en Valencia, pasando por la pandemia o Filomena, en lugar de unirnos, se han convertido en arma arrojadiza entre una clase política que no nos merecemos -¿o sí?-, que impúdicamente se arroja los muertos a la cara, manipulando, prostituyendo el terrible dolor que para mucha gente han supuesto todos esos dramas.

Cada día siento más vergüenza de la mayor parte de nuestros políticos. Gente mediocre, mezquina, incapaz de buscar el bien común, de afrontar con grandeza de espíritu los graves problemas y retos que nos acucian. No se ve ningún atisbo de generosidad en el lodazal en el que han transformado, con la ayuda de un periodismo que ha renunciado a su vocación más auténtica y con el apoyo de paniaguados necesitados de las migas que les arroja el poder, nuestra vida pública. Aunque si observamos a nuestro alrededor, tampoco encontramos altura de miras en la política internacional. A veces da la sensación de estar observando una tragicomedia, con personajes ridículos y risibles si no fuera por el grave riesgo en el que están poniendo a toda la Humanidad. Vivimos uno de los momentos más críticos de nuestra historia contemporánea, recordando a veces la locura que envolvió al mundo en los años treinta del siglo XX.

Pero regresando a nuestro país, ¡qué tristeza! ¡qué sensación de vergüenza ajena a la par que enfado profundo ante tanta desvergüenza! ¿Cómo hemos podido dejar que una caterva de mediocres, de ambiciosos sin escrúpulos, de corruptos, inmorales y amorales, sean quienes nos gobiernen? A izquierda y a derecha, porque es un cáncer que corroe todo el organismo de la nación.
Urge salir de esta ciénaga. Necesitamos derribar muros y volver a construir puentes. Aceptar que el que piensa distinto no es un enemigo a abatir, sino un conciudadano con el que edificar un futuro de libertad, prosperidad y verdadera democracia. Superar, de una vez por todas, ese cainismo que nos destruye y esteriliza. Recuperar, en medio de tanto frentismo promovido por políticos sin escrúpulos, la desgarrada petición de Manuel Azaña durante la guerra civil: “Paz, Piedad, Perdón”.

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