En la Modernidad el centro de la vida está determinado por una ficción: el dinero. Una economía desligada del patrón oro y en base a la cual se justifica todo un sistema de opresión política y carestía material
The post La filosofía perenne first appeared on Hércules. La Filosofía Perenne, por resumir, es aquello que la Modernidad más desprecia: todo conato de origen descifrado a través de sus múltiples corolarios. Cualquier rastro vivo de esa Edad de Oro que ha ido degenerando sucesivamente hasta terminar de engendrar esta Edad Oscura en la que estamos inmersos. La propia noción de un Paraíso Perdido, punto cero de cualquier Sophia que se precie, en el que los hombres se encontraban emparentados con los dioses, antes de que la inevitable transgresión humana, por vía demoníaca, pusiera fin a ese idilio, es naturalmente anti-evolucionista. Contraria a toda noción de Progreso o de simple biología. La doctrina cíclica del tradicionalista, su raíz primordial, es una agresión directa contra los parámetros lineales del moderno.
Curiosamente o no, esta visión tradicional del cosmos y sus grandes procesos coincide con la de la física posterior al paradigma newtoniano: las posibilidades de un mundo cuántico. Según lo que se extrae de dicha conclusión, René Guénon se encuentra más emparentado de lo que pensamos con Thomas Pynchon, en cierto sentido los dos grandes prototipos contrapuestos de pensadores en su tiempo. La clave de bóveda en esa construcción intelectual que viene a religar Tradición y Posmodernidad estaría situada en una noción todavía hoy abierta a nuevas aproximaciones: la entropía. Un universo que, poco a poco, va abandonando la uniformidad que en principio regía sus movimientos. Algo que, desde el punto de vista histórico, sólo puede recalar en una visión pesimista del acontecer: Oswald Spengler o Ernst Jünger hablaron sobradamente de ello.
La Tradición no es otra cosa que el intento por poner coto al caos a través de la canalización metapolítica de esa energía originaria que poco a poco vamos perdiendo; desde una perspectiva entrópica algo así recuerda a quien intenta recoger agua del mar con las manos. Hace varios siglos ese esfuerzo se tradujo en notables civilizaciones fundamentadas sobre un principio teológico-político sólido de jerarquía social. Hoy, en cambio, la contingencia ha ocupado el lugar antaño dejado al eco de los dioses, y en ese altar vacío se pasean otros subproductos defectuosos: materialismo, capitalismo, socialismo, racionalismo, socialdemocracia y demás ideologías de la Modernidad. Por eso los tecnócratas ahora plantean un horizonte obsceno, de guerra europea, en el que los jóvenes irían a morir no por una patria o un Dios, sino por la Sanidad y la Educación del Estado. Hasta ese punto nos hemos alejado de todo rastro de virtud.
El mundo de la Tradición se sustenta sobre una noción imposible de asimilar desde el punto de vista positivista: la aristocracia de espíritu, a saber, una meritocracia auténtica que nada tiene que ver con la que plantean los apologetas del liberalismo, que defienden una competición en igualdad de condiciones, pero que en realidad mandan a sus hijos a relacionarse con los mejores contactos y a estudiar en las universidades más prestigiosas. En la Tradición existe una jerarquía basada en la herencia y el linaje, de sangre, es cierto, pero sobre todo de carácter y principios. Su inversión más evidente, hoy, son las grandes familias que, desde el Renacimiento en adelante, ostentan las grandes fortunas europeas, enmascarando su riqueza tras el estandarte del fenecido Imperio Británico y del moribundo régimen al que llamamos Estados Unidos de América. Si actualmente la desigualdad es una realidad opresiva, en el pasado fue medida de la estabilidad propia de un Reino Cualitativo.
En la Modernidad el centro de la vida está determinado por una ficción: el dinero. Una economía desligada del patrón oro y en base a la cual se justifica todo un sistema de opresión política y carestía material. En la Tradición el centro de la vida estaba sometido al designio de otra ficción mucho más esperanzadora: lo sacro. Una religión sustentada en sólidos principios teológicos y, antes que en ellos, en mitos atemporales. El sujeto encargado de hacerse acreedor del ideal de vida moderno, la riqueza material, es el hombre-hecho-a-sí-mismo; mientras que el sujeto tradicional, aquel encargado de hacer lo sacro una realidad a través de su acción es el héroe. El empresario se rige por el principio de Éxito, mientras que el trágico se mueve en base a una noción de asiento trascendente: el Destino. Si nos encontramos en tiempos de decadencia es porque hemos elegido estar ahí: nuestros valores muestran quienes somos.
En un régimen social de castas el trabajo es un mal necesario dejado en manos de los esclavos; en un régimen social liberal, en cambio, el trabajo es el centro de la vida en el que los hombres demuestran su potencial a través de los dividendos, del beneficio, convirtiéndose ellos también en números, en un conjunto de datos con un valor asignado. El trabajador de la Tradición es el soporte de la sociedad, su mano de obra insustituible, mientras que el trabajador de la Modernidad es la parte “fracasada” del grupo, aquel que puede ser reemplazado por otro en cualquier momento, a partir del momento en que la artesanía fue aniquilada en beneficio de la Industria. La técnica, a partir de esa brutal transición, dejó de estar supeditada a la mano del propio hombre y cobró autonomía. Desplazando lo sacro, lo humano también se vio desplazado para mayor gloria de un criterio cientificista: el utilitarismo maquinal de la serialización y los autómatas.
En el Mundo Tradicional, la tecnología se compone de prótesis que el hombre se da a sí mismo para someter a la Naturaleza, a imitación de los dioses, el modelo en el que se mira, y cuya magia no es capaz de dominar. En el Mundo Moderno, la tecnología es una suplantación de la magia de los dioses que pretende elevar al hombre por encima de la Naturaleza, a través de la voluntad, para robar ese fuego divino que perdimos junto a la noción de Edad de Oro al caer en el plano terrenal. La humanidad que se transporta compulsivamente en aviones es la humanidad que adora al ángel caído, en tanto que la humanidad que vive en contacto con la Naturaleza, tratando de desentrañar el sutil lenguaje de los pájaros, es la que pretende restaurar mediante la adoración la distancia que existe entre el hombre y el ángel enviado por Dios.
La fealdad de las grandes construcciones modernas, erigidas en nombre de la ambición y por medio de la técnica, revela su trasfondo teológico: pura inversión destructora. La belleza de las grandes construcciones clásicas, cuyo modelo puede hallarse todavía hoy en Egipto o Grecia, proyectadas en nombre de los dioses y con la mano de obra esclava como medio, revela su trasfondo teológico a simple vista: una alabanza por los dones recibidos. El último hombre, cuando llega el fin de semana y toca poner algo de sentido a su existencia, dedica su tiempo a ver espectáculos deportivos o películas protagonizadas por grandes catástrofes y superhéroes. El hombre de la tradición entendía el sentido de la vida por medio de las fiestas y representaciones donde el potlatch y el fatum le mostraban el espejo de la muerte, el límite inevitable que marca los verdaderos contornos sacros de la vida.
Alguien podría decir que esta visión de la Tradición en realidad no ha tenido lugar en la Historia. El pensamiento metapolítico, cabría argüir, es radical: va, de hecho, a la raíz de las manifestaciones materiales, en busca de un argumento trascendente, de ese “otro lado” perdido, a la busca de la raíz metahistórica en la que lo vertical interseca con lo horizontal. Se trata de una mirada totalizadora, opuesta en todo a la del especialista, que no busca recrearse en los detalles, sino que abarca íntegramente las aristas asociadas a un concepto para tratar de extraer de ella su esencia. En el fondo, mirar la Historia mediante la perspectiva tradicional no supone otra cosa que mirarnos a nosotros mismos, a como éramos en el origen y como seremos al retornar a él, es observar a los hombres pasados, presentes y futuros con la misma visión espiritual que nos dedican los dioses.
El hombre en cuyo corazón no resuenan los mitos clásicos y las leyendas populares no está llamado a entender la Tradición. Su corazón esté muerto. Es el tipo humano imperante en nuestros días, que sólo entiende la lógica de la fragmentación, sea en su propio ser o en el conjunto de la Historia, hablemos de sus miserias mentales o de su visión de la existencia. El radicalismo como cuadratura del círculo del pensamiento se encuentra muy lejos de sus posibilidades. Ese obrero consumista, un despojo material alejado de lo trascendente, no entiende el espíritu, y por lo tanto tampoco puede entender la verdadera esencia del Poder. Es normal, por lo tanto, que sus amos lo llamen a morir por todo aquello que ordena su vida: la Educación numérica que desde antes de nacer le ha sido suministrada por el Estado.
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