La movilización total

Toda esa sangría de ideologías en Occidente, esa escabechina de religiones secularizadas tan defenestradas como antes lo fueron las propias religiones tradicionales, se ha saldado con el tránsito de los falsos debates mediáticos entre «izquierda» y «derecha»
The post La movilización total first appeared on Hércules.  Hace 20 años la miseria moral que es connatural al hombre todavía dejaba abierta la posibilidad de declararse pacifista sin miedo al sonrojo, puesto que así de idiotas hemos sido, somos y seremos los humanos: adanistas capaces de soñarse ajenos a esa máxima según la cual hay que buscar en el pólemos al «padre de todas las cosas». Hoy, en tiempo de guerra, no es posible ceder ante tal ingenuidad: la sangre de los muertos caídos en Kiev o en Gaza todavía late calor en sus venas. Fin de la ilusión.

Vivimos arrojados al frenesí de lo móvil, a un centenario de distancia desde que se implementara una revolución sin precedentes erigida en nombre de ese fantasma que es el Progreso: «Ambos fenómenos, la guerra mundial y la revolución mundial, guardan entre sí una relación mucho más estrecha de lo que a primera vista parece; son los dos lados de un mismo acontecimiento cósmico y en muchos aspectos dependen el uno del otro tanto en lo que se refiere a su génesis como en lo que se refiere a su estallido».

Qué duda cabe de que Ernst Jünger, el autor de estas líneas, era un reaccionario en el sentido que otro de su misma estirpe, ese sibarita cáustico (a la par de católico) que fue Evelyn Waugh, le daba a dicha calificación: «El artista ha de ser reaccionario. Tiene que oponerse a la dirección prevaleciente de su época y no amoldarse a ella constantemente; ha de ofrecer cierta oposición». Y por eso el alemán escribiría: «Cabe preguntarse si el auténtico significado del progreso no es otro, un significado diferente, más secreto, que se sirve, como de un escondite magnífico, de la máscara de la razón, muy fácil en apariencia de abarcar con la mirada». Hay una lectura esotérica del progresismo, por lo tanto, a la que debemos atender.

Porque, nos dice Jünger, detrás del progreso no está la Razón sino una nueva Iglesia: «Sólo una fuerza de índole cultural, sólo una fe, pudo caer en el atrevimiento de extender hasta el infinito la perspectiva de la finalidad». Un paso decisivo en la consolidación de dicha Iglesia, en la difusión de ese universalismo que bien podríamos llamar Estado mundial, es la progresiva separación entre Ejército y Corona que acontece en el último tercio del siglo XIX y se consolida a principios del siglo XX: «En cada mejora de las armas de tiro se esconde una agresión indirecta a las formas de la monarquía absoluta».

Muerto el gibelinismo, la secularización sueña con el gobierno ilimitado del Leviatán: «Allí donde dos seres se aman lo que hacen es conquistar terrenos a Leviatán, creando un espacio al que éste deja de controlar». De la casta guerrera se pasa a la movilización del ciudadano, reconvertido en trabajador, para abastecer un campo de batalla cada vez más indirecto, por eso «Tal alistamiento transforma en fraguas de Vulcano los Estados industrializados combatientes y hace de la guerra mundial un fenómeno histórico de significado superior al de la Revolución Francesa». De nuevo: la parte «esotérica» del progresismo prevalece sobre su vertiente «exotérica».

La «movilización parcial» es inherente a la monarquía, aduce Jünger, pero la «movilización total» pertenece a un orden social posterior: una vida volátil, transmutada, se ha abierto paso en pleno año de 1930, abriendo así un ciclo histórico que crece exponencialmente hasta certificar su nueva faz en la decisiva fecha de 2030. El autor de El trabajador (Der Arbeiter, 1932) señala con toda claridad las consecuencias de lo anterior: «Los equipamientos bélicos están cortados a la medida de la movilización total». Del rifle de precisión al dron automatizado hay apenas un paso.

Algo que muy pronto mostrará sus imparables consecuencias en la vida civil: «la ofensiva contra la libertad individual tiene como objetivo que no exista nada que no quepa concebir como una función del Estado». Y así es como se llega a esa «vida desnuda» (nuda vida) de la que hablara Giorgio Agamben: la existencia burocrática y dataísta de los ciudadanos en la que, gracias a la Tercera Revolución Industrial, el desarrollo de Internet, y la actual Cuarta Revolución Industrial de la mano de Inteligencias Artificiales, ya estamos más que inmersos: sometidos a los vaivenes de una realidad virtual que se presenta como única vía legitimada para permitirnos una leve ausencia de una realidad natural cada vez más desarticulada.

Los bombardeos según criterios algorítmicos, el empleo de armas químicas como el gas, la existencia de armas de destrucción masiva, etcétera, son ejemplos de una esencia más profunda: las barreras entre combatientes y no combatientes se han desplazado, lo mismo que ocurre con el propio campo de batalla o con la distinción entre guerras frías y calientes, por un lado, o tiempos de paz y de desarrollo bélico, por otro. Los países se han convertido en enormes e implacables fábricas de racionalidad; la movilización ya no puede ser «parcial», se demanda totale mobilmachung por su proceso ínsito de autonomía; y el ritmo frenético somete desde a los niños en la cuna a los ancianos al borde de la sepultura: «Más que ser ejecutada, la movilización se ejecuta a sí misma».

Tal y como nos mostró Jünger hace casi un siglo, así es como funciona la vida «En la edad de las masas y las máquinas», tras la caída de los grandes imperios europeos; y por eso la Primera Guerra Mundial, como más tarde sucederá con su anexo, hasta llegar a nuestros días, resulta más relevante, desde el punto de vista sociohistórico, de un proceso tan determinante que el de la Revolución Francesa: permite asistir a la sucesión lógica de una concatenación que no admite refutación, puesto que ya se ha certificado. Nos dice el alemán: «Cada vida individual se convierte en una vida de trabajador» porque «las guerras de los caballeros, los reyes y los burgueses van seguidas de guerras de los trabajadores».

La tesis de Jünger se vuelve incómoda al ligar el proceso de «movilización total» con la democracia constitucionalista: «En nuestros días un pedazo de papel en el que esté escrita la Constitución significa algo parecido a lo que significa en el mundo católico una hostia consagrada»; si bien la letra escrita importa menos, a la postre, que la interpretación que el Poder hace de ella —ahí está la vulneración de la propia Constitución en base a criterios técnicos que se hizo en el año 2020. No es casualidad, por lo tanto, que la caída del Imperio Austrohúngaro, tan anhelada por la sinarquía como la caída del Imperio zarista, se salde con el auge del nuevo régimen norteamericano: la ductilidad propia del liberalismo resulta mucho más conveniente al nuevo estado de cosas que los reflejos oxidados del absolutismo.

Y quizás ahora estemos viviendo ese mismo proceso, desde el momento en el que escribo, en el necesario paso de la democracia constitucional a una tecnocracia dataísta. Lejos de ser el fin de un trayecto, como parecería conveniente sentenciar para los intereses de ciertas oligarquías, «la movilización total es tan sólo un indicio de una movilización más alta» al «poner en movimiento a las masas de la guerra civil en vez de a los ejércitos de la guerra exterior». Una vez los pueblos se han «desprendido de la máscara humanitarista», «en su lugar aparece un fetichismo de la máquina, un ingenuo culto de la técnica». Y en eso estamos: ¿se ha probado unas gafas de realidad virtual? ¿Qué tal le sientan? Quizás debería acostumbrarse a vivir con ellas.

En un siglo han caído en un mismo golpe histórico, no tanto de forma escalonada como al unísono, el nacionalismo, el socialismo, el fascismo, el bolchevismo e incluso el americanismo… Y toda esa sangría de ideologías en Occidente, esa escabechina de religiones secularizadas tan defenestradas como antes lo fueron las propias religiones tradicionales, se ha saldado con el tránsito de los falsos debates mediáticos entre «izquierda» y «derecha» que durante décadas han simulado la existencia de una socialdemocracia para «unas masas cegadas por la ilusión del sufragio» a una nueva forma política que, desde el principio, se hallaba escondida tras los precisos movimientos de la «movilización total»: es la tecnocracia.

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