La peligrosa elasticidad de las líneas rojas

Si algo hemos aprendido en los últimos años es que la política es el arte de ver hasta dónde llega la paciencia de la gente. Y si la gente no reacciona, el poder sigue avanzando
The post La peligrosa elasticidad de las líneas rojas first appeared on Hércules.  Hay una verdad inquietante en la política: cada vez que un gobernante cruza una línea roja sin consecuencias, esa línea se desplaza. Y lo peor de todo es que jamás vuelve a su sitio. El nuevo límite se establece, el precedente queda marcado, y lo que ayer nos parecía inaceptable, hoy se convierte en nueva normalidad. Nos acostumbramos. Callamos. Asumimos. Y la clase política, siempre atenta a medir hasta dónde llega la tolerancia social, aprovecha.

Tomemos como ejemplo el señalamiento de jueces desde el Congreso en España. Hace apenas unos años, un ataque frontal a la independencia judicial hubiera sido impensable. La separación de poderes era un pilar incuestionable (al menos en la teoría), una de esas líneas rojas que ni siquiera los más osados se atrevían a tocar. Pero bastó con que unos cuantos políticos decidieran saltársela, señalar con el dedo a magistrados que no fallaban según sus intereses, para que la línea se desdibujara. La respuesta social fue inexistente. Quizá algún tuit se puso. ¿Y qué sucedió? Que la línea avanzó. Los jueces pasaron a ser piezas de un ajedrez político, y el respeto a la Justicia, un lujo que ya no nos podemos permitir. Hemos creado un precedente del que será muy difícil escapar.

De esto se saca una lección: cuando la sociedad no reacciona ante estas violaciones, el precio a pagar es alto. El político, siempre hambriento de poder, lo entiende, y no desaprovecha la oportunidad. Conoce nuestras «tragaderas», nuestras debilidades, y las explota. Porque si algo hemos aprendido en los últimos años es que la política es el arte de ver hasta dónde llega la paciencia de la gente. Y si la gente no reacciona, el poder sigue avanzando.

Ocurre lo mismo con el camino que hemos tomado sacrificando la privacidad por la (falsa) seguridad. Se nos dijo que ciertos sacrificios eran temporales, que la vigilancia masiva, las restricciones de movimiento, o la intervención del Estado en aspectos privados de nuestras vidas eran necesarios, pero momentáneos. Y siempre por nuestro propio beneficio. Sin embargo, esos controles se normalizaron, las «emergencias» se perpetuaron, y la línea, una vez más, se movió. Hoy vivimos en una sociedad mucho más vigilada y controlada que hace tan solo una década, y lo aceptamos sin cuestionarlo.

La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿cuánto estamos dispuestos a tragar? Porque cada con cada trago, les damos más poder. Cada vez que guardamos silencio ante un abuso, creamos el caldo de cultivo perfecto para el siguiente. Lo vemos en la deriva de las instituciones, lo vemos en la tolerancia ante la corrupción, y lo vemos en la impunidad con la que muchos políticos actúan. Las líneas se van moviendo, y la memoria colectiva se va borrando.

Pongamos otro ejemplo: los escándalos de corrupción. Hace años, una sospecha de corrupción era suficiente para destrozar la carrera de cualquier político. Luego bastaba con que ese político fuera imputado, y supongo que hoy bastará con obtener una foto entrando en prisión. La línea se volvió a mover. El político acusado se enroca, la maquinaria mediática se activa, y la indignación pública se diluye en el ruido de las redes sociales. Nos hemos acostumbrado. Nos han enseñado a aceptar lo inaceptable, y la línea, de nuevo, se ha desplazado.

Cada vez que un político cruza la línea del respeto institucional sin pagar el precio, esa línea se mueve un poco más. Y la sociedad, adormecida, sigue adelante como si nada. El problema es que una vez que una línea se mueve, es casi imposible hacerla retroceder. Se crea un precedente, y lo que antes parecía radical o inaceptable, pasa a formar parte del repertorio de acciones legítimas. ¿Por qué volver atrás si la gente ha demostrado que lo soporta? Lo vimos con la Ley del Solo Sí es Sí y su devastador efecto en las condenas por delitos sexuales. La reacción pública fue casi inexistente, y las consecuencias, devastadoras. La línea de protección a las víctimas se desplazó sin que nadie lo impidiera, y ahora que el daño está hecho, será casi imposible revertirlo.

¿Qué podemos hacer entonces? La respuesta es clara, aunque incómoda: no podemos permitirnos callar. La complacencia es el peor aliado de la tiranía, y cada línea roja que dejamos que se cruce sin resistencia, es una batalla perdida. Es hora de reaccionar.

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