En la Provenza medieval, cátaros y trovadores inventaron un concepto de amor único que marcó la Historia de las Ideas religiosas en Occidente
The post Las intermitencias del Amor first appeared on Hércules. Cuando un lirio muere nos apena la pérdida de su belleza, ¿es eso mismo lo que nos conmueve cuando perdemos a un ser querido? Estos ejemplos señalan bien el abismo que separa la estética, motivo del primer dolor, a la ética, que se activa junto a nuestras emociones cuando acontece la segunda circunstancia. Sublimamos lo bello al punto de creer que por ello merece la pena existir, de igual modo que atribuimos al amor por nuestros familiares y amigos, a aquellas mujeres que en su momento adoramos, una importancia análoga frente a una existencia abandonada a la intemperie. Sólo el Eros es equiparable a la Belleza en el acto de instigarnos a negar una Verdad profunda como la que esconde este vivir intempestivo en el que día a día nos vamos muriendo.
Como es sobradamente conocido, uno de los mayores cambios epistemológicos de Occidente se produce entre los siglos XII y XIII de nuestra era en una zona muy concreta de Europa: la Francia meridional. En un contexto provenzal y cortés, de altas familias europeas, aquellas cuyos apellidos siguen dominando este polo del mundo en nuestros días, se produce todo un invento como no ha habido otro en la Historia de las Ideas religiosas, el del amor tal y como lo inventaron entonces los cátaros y los trovadores, que viene a ser lo mismo que los poetas y cantautores llevan transmitiendo de forma popular durante siglos. Un amor entre la doncella y la muerte sellado por el imponente beso mortal de la castidad. Y por eso Beatrice o Laura son nombres que aún resuenan en esa eternidad.
Entre tantos mitos que exploran el mitologema de los gemelos enfrentados, como Castor y Pólux, en Grecia, o Rómulo y Remo en Roma (cuyo reverso se lee: Amor), o antes que ellos Seth y Osiris en Egipto, y para los cuales uno debe morir mientras el otro observa, cuando no es él directamente el que lo mata. Existen más ejemplos de este mitologema, por supuesto, como esa versión gnóstica de la leyenda de Jesús que afirma que su hermano era Juan, habitualmente tomado por el evangelista favorito de la Virgen María, que habría ascendido a la categoría de maestro espiritual tras la crucifixión de su gemelo, y que incluso seguiría vivo en nuestros días, puesto que su muerte no aparece recogida en los textos canónicos.
A Eros y su hermano Anteros, ambos dos hijos de Afrodita, también podemos incluirlos dentro de esta densa trama del sacrificio ritualizado que es el «gemelamiento». Se trata de un enfrentamiento arquetípico entre esas dos formas de «delirio divino», al decir de Platón, que nos proporciona la experiencia amorosa: el «amor-pasión» que observamos, por ejemplo, en la película Vértigo (1958) frente al «amor-verdadero» que conduce al amado hasta un éxtasis por el que se encuentra «como en el cielo» en esta vida. Una forma incomparable de ascensión mística.
Si Eros se enseñorea en los amores no correspondidos a los que invita su pasión, Anteros, que acabaría penando en favor de su hermano, sería el monarca de los amores correspondidos. Sublimación y encarnación confrontados, así en el mito como en la vida. Amor y Anti-Amor, enfrentados y, al tiempo, condenados a encontrarse. No es casualidad, sin embargo, que la Sophia de los gnósticos o la Shekhinah de los cabalistas se reintroduzca en Occidente, tal y como señaló Denis de Rougemont al añadir el «culto druídico a la mujer» en su libro El amor y Occidente (1939), a través del culto mariano en el ámbito católico.
El propio René Guénon apoyaría esta tesis, siguiendo la investigación de Luigi Valli, al afirmar: «Las diversas damas celebradas por los poetas se relacionan con la misteriosa organización de los Fieles de Amor. Desde Dante Alighieri, Guido Cavalcanti y sus contemporáneos hasta Giovanni Boccaccio y Francesco Petrarca, no son mujeres que hayan vivido realmente sobre la tierra sino que, bajo diferentes nombres, son una sola y misma Dama simbólica que representa a la Inteligencia trascendente o la sabiduría divina». Incluso San Bernardo de Claraval, un discípulo de San Malaquías de Armagh que acompañó al poeta florentino al Paraíso en la Divina Comedia (siglo XIV), se hacía llamar nada menos que «caballero de la Virgen» al considerar «su Dama» a esta figura de culto popular.
San Juan, hermano de Santiago al que los gnósticos consideraban su guía espiritual por decir aquello de «Dios es amor» y que, según algunas versiones, habría sido el verdadero maestro espiritual reforzado por el sacrificio ritual de su hermano Jesús, igual que a Eros le ocurrió con Anteros, fue el inspirador tanto de los caballeros de la Orden del Temple, que juraban «Viva Dios Santo Amor», como de los Fieles de amor que se dejaban dirigir por la cita final de la obra de Dante: «L’amor che move il sole e l’altre stelle» (Paradiso, XXXIII, v. 145).
Para Guénon, una vez más, esta «Iglesia Joanita», tal y como él la llama en su libro El esoterismo de Dante (1925), está conectada con un mito griálico, el del «Reino del Preste Juan», ese rey-sacerdote descendiente de los Reyes Magos de Oriente que a su vez el propio Guénon trató en su imponente título El rey del mundo (1927), donde retoma la idea de la sinarquía, un centro del mundo que ya postulara su maestro Alexandre Saint-Yves d’Alveydre. Amor y Muerte, en la cosmovisión medieval, son la cara y la cruz de una misma figura, el hieros gamos, cuya imagen más potente se encuentra representada en esas danzas macabras en las que una figura esquelética le otorga la «muerte del beso», un símbolo de la iniciación, a la Dama. No olvidemos, en ese sentido, que mor y a-mor comparten raíz etimológica en latín.
Existe un aspecto erótico innegablemente ligado al Eros pagano o a la Shekhinah de la Cábala que, sin embargo, no se termina de cumplir en su versión cristiana, que representaría la figura del a Virgen, y es el encuentro nocturno entre amantes, la unión sagrada o hierogamia de la Madonna Intelligenza con el esposo divino que recoge el Cantar de los Cantares a través de la figura de Salomón y la Reina de Saba. Quizás podamos situar en este atisbo de secularización exotérica, culminado por medio de la Modernidad, el inicio de una lenta muerte de Eros que ha terminado de culminar su tarea en nuestros días gracias al auge de la tecnociencia y el individualismo.
Moshe Idel, un profundo estudioso de la Cábala en la línea de Gershom Scholem, instó a distinguir entre Ágape y Eros como distintos grados del Amor: «Erotismo y sexualidad no están, por definición, pensados como como parte de un continuum significativo. Al igual que el amor platónico o el cortés no comportan necesariamente una satisfacción sexual, la actividad sexual no implica automáticamente el erotismo. Ambas cosas pueden estar estrechamente ligadas, pero pueden también permanecer independientes». Quizás el problema mayor de la sociedad secularizada sea, en este punto, una terrible confusión entre amor y deseo que haya llevado al conjunto de Occidente a vivir dominado por sus bajos impulsos sin atender a las posibilidades espirituales que esconde Eros para sus valientes fieles. O, lo que es peor, sin llegar a atisbar tal posibilidad.
En su viaje por Oriente, recogido en el libro Un bárbaro en Asia (1933), Henri Michaux escribe: «La castidad es el punto de partida de la magia». Esta sociedad emprende empresas titánicas, a pequeña y gran escala, por miedo al amor: no nos atrevemos a amar porque tememos ser amados. Sobre este tema escribió Carl Gustav Jung: «Es la incapacidad de amar la que roba al hombre sus posibilidades. Este mundo solamente es vacío para aquel que no sabe dirigir su libido a las cosas y personas para hacérselas vivas y bellas. Lo que, por tanto, nos obliga a crear un sustituto a partir de nosotros mismos no es la carencia exterior de objetos, sino nuestra incapacidad de abrazar amorosamente algo que está fuera de nosotros».
El amor de los trovadores y de los cátaros, que es el comienzo del amor como todavía lo entendemos hoy en el sentido «romántico» de la palabra, no es un amor feliz, como cabría pensar, sino un amor infructuoso, frustrado, colmado por la desdicha. Esa insatisfacción crónica que invita al poeta a pronunciar su canto acabaría codificándose en unas leys d´amors que antes exaltaban un amor extramatrimonial que una unión bendecida por la Iglesia, algo que volvió a acarrear no pocos problemas doctrinales a la sociedad de la época. Si el matrimonio, una forma de amor degradado a ojos de los trovadores, se basa en la consumación, el Eros supremo haría referencia a la castidad, a una virtud del espíritu que es puramente teúrgica y donde el hombre aparece humillado, como sirviente postrado de la mujer.
Es curiosa esta complementariedad de la mujer en el paradigma establecido por las religiones del desierto: puede ser Eva o Lilith, la Virgen María o la prostituta María Magdalena, la garante de la ascensión o la tentadora, una bruja o una santa, la Luz salvadora que encarna la pureza o la vía directa para la perdición del alma a través de las bajas pasiones del cuerpo. Los cátaros, condenados al fuego quizás por levantar la barrera entre ambas figuraciones de lo femenino, fueron alabados en alguna ocasión por San Bernardo de Claraval debido a la pureza de sus costumbres, y se destacaron por reiterar la mala comprensión del amor dentro del cristianismo exotérico, al considerar que la «condena de la carne» era una actitud herética heredada del maniqueísmo, así como de una mala comprensión de las epístolas de San Pablo. Quizás la Historia de Occidente habría sido muy distinta de haber prestado más atención a estas sutilezas de la verdadera teología.
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