Las mercedes enriqueñas

Hoy estamos asistiendo a un nuevo episodio de concesión de mercedes. De nuevo, es el pago por llegar y mantenerse en el poder. De nuevo, supone un ataque al bien común
The post Las mercedes enriqueñas first appeared on Hércules.  Hay lugares que transmiten una profunda paz y serenidad, a los que conviene retirarse de vez en cuando para hallar el sosiego que nos repare de nuestra excesivamente ruidosa y vertiginosa existencia. Uno de ellos es el monasterio de Santa María del Paular, en la Sierra Norte de Madrid, un verdadero locus amoenus en pleno valle del Lozoya. Un lugar cargado de historia, de arte y de belleza, al que me gusta retirarme de vez en cuando para restañar las heridas que la vorágine cotidiana va infligiendo en el alma, buscando calma para poder adentrarme en el hondón de mi ser, siguiendo el viejo consejo de Agustín de Hipona de buscar el hombre interior. Son para mí unos días de soledad sonora que renuevan el espíritu y colman de energía el corazón.

Escribo estas líneas desde esta quietud, sólo alterada por el piar de las aves, el crotoreo de las cigüeñas y la solemne hermosura de la salmodia de los monjes. Hoy son benedictinos, pero originalmente el monasterio fue encomendado a los monjes cartujos, como nos recuerda la espléndida serie pictórica de Vicente Carducho que decora el maravilloso y original claustro gótico, lleno de filigranas en piedra, obra de Juan Guas. Se trató de la primera cartuja de Castilla, fundada en 1390 por el rey Juan I, cumpliendo el deseo de su padre Enrique II, el primer monarca de la casa de Trastámara. Un rey cuya figura y obra pueden servirnos, en la mejor tradición de la historia como magistra vitae, en el momento presente.

Porque Enrique de Trastámara no estaba llamado a reinar, pues aunque era hijo de Alfonso XI de Castilla, había nacido fuera del matrimonio real, de los amores del monarca castellano con la noble Leonor de Guzmán. Era, por tanto, un bastardo, uno de los numerosos que tuvo su padre. Pero la situación de crisis que afectó al reinado de su hermanastro Pedro I –“el Cruel”, para unos; “el Justiciero”, para otros- le llevó a enfrentarse, en una dura guerra que duró entre 1366 y 1369, con el rey, al que acabó venciendo y asesinando, considerándolo deslegitimado por el abuso del poder, tal y como señalaba Pedro López de Ayala en su obra Rimado de Palacio: “El que bien a su pueblo gobierna e defiende éste es rey verdadero, tírese el otro dende”, una frase que nos recuerda aquel “Rex eris si recte facias, si non facias non eris” de san Isidoro de Sevilla. El caso es que, tal y como narra la leyenda, con la ayuda de Bertrand Duguesclin (“Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor”), acabó con la vida de su hermano y se proclamó rey de Castilla.

Pero para poder afianzarse en el poder, Enrique II hubo de hacer numerosas concesiones a la nobleza, las llamadas “mercedes enriqueñas”. El monarca otorgó a los grandes magnates que le habían apoyado, y en los que debía sostenerse dado lo dudoso e ilegítimo de su ascenso al trono, grandes beneficios, lo que le valió el apelativo de “el de las mercedes”, lo que supuso, a partir de 1369, de una auténtica marea señorializadora de Castilla, que, a la larga, acabarían debilitando el poder real. Frente a la política de robustecimiento del poder monárquico de Pedro I, las mercedes del rey Enrique constituyeron una brecha que acabaría hundiendo la autoridad regia. Es cierto que no fue sólo el primer Trastámara quien tuvo esta política respecto a los señores castellanos, pues fue continuada por sus sucesores, pero sin ese primer momento no se habría llegado a la situación posterior, que culminaría durante los reinados de Juan II y sobre todo de Enrique IV, con quien el poder real conocería su momento más bajo, con una total falta de prestigio que se expresaría en la llamada “farsa de Ávila”, con la deposición en efigie del rey. Y es que, en la historia, los procesos son siempre a largo plazo y lo que se hace hoy suele manifestar sus consecuencias a largo plazo.

Las mercedes enriqueñas supusieron, además, un retroceso para la mayor parte de la sociedad castellana, un grave daño para el bien común. Es verdad que en ocasiones contaron con el rechazo y resistencia de los sectores que pasaban a depender de los poderosos, como ocurrió en Paredes de Nava, donde los vasallos lucharon contra su señor, Felipe de Castro, y le mataron, pero finalmente se impuso el nuevo sistema. Las consecuencias, como he señalado, se manifestarían en toda su crudeza en los conflictos civiles del siglo XV.

Hoy estamos asistiendo a un nuevo episodio de concesión de mercedes. De nuevo, es el pago por llegar y mantenerse en el poder. De nuevo, supone un ataque al bien común. De nuevo, el beneficio desaforado de unos se hace a costa del bien común y del perjuicio de otros. Y de nuevo, las consecuencias las veremos a largo plazo. Más de una vez he señalado que lo peor del Sanchismo serán los problemas que traerán en el futuro para la convivencia de los ciudadanos españoles. La profunda división consecuencia de haber querido levantar muros, los agravios comparativos al beneficiar descaradamente a unas autonomías olvidando otras, el desprecio hacia las leyes e instituciones que han quedado gravemente heridas en su prestigio, son sólo una muestra de la herencia que, antes o después, dejará. Y necesitaremos auténticos estadistas que puedan ayudar a reconstruir la nación, que planteen seriamente, sin complejos, el abordaje de los grandes y graves problemas que nos afectan. Es cierto, y así lo lamentamos la mayoría, que entre nuestros políticos sobra mediocridad y falta grandeza de espíritu. Pero es también verdad que, tras la terrible crisis del final de nuestra Edad Media, consecuencia a largo plazo de las mercedes de Enrique II, llegó, con el reinado de Isabel y Fernando, el comienzo del esplendor de la monarquía de España. Y la esperanza es lo último que hay que perder.

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