Quizá la advertencia de guardarse de los idus se nos esté dirigiendo a una ciudadanía adormecida, que, como César, sólo descubrirá la dramática realidad cuando sea demasiado tarde para reaccionar
The post Los idus de marzo first appeared on Hércules. Una de las imágenes de Roma que siempre me han suscitado fascinación es la que se puede contemplar en los días centrales del mes de marzo paseando por los Foros Imperiales. A lo largo de la amplia avenida que une Piazza Venezia con el Coliseo, construida por Mussolini arrasando barrios enteros de la Roma medieval para poder celebrar los grandes cortejos del fascismo, se sitúan varias estatuas de conquistadores romanos, entre ellas la de Julio César. Pues bien, al aproximarse la fecha de la conmemoración de su asesinato, en los idus de marzo, nuestro 15, la imagen se ve rodeada de velas, coronas de laurel, flores, ofrendas que también se repiten en el lugar donde fue quemado su cuerpo, en el Foro Romano. Es el recuerdo que una nación amante de su historia, como es Italia, mantiene vivo de quien es considerado un verdadero padre de la patria. Una memoria que no deja de ser conmovedora, sobre todo al comparar con la ignorancia e incluso amnesia sobre el pasado que reina entre nosotros.
Los idus eran días de buenos augurios para un pueblo sumamente supersticioso como era –y sigue siendo- el romano. Por ello, a pesar de las diferentes advertencias que según la tradición recibió César, éste no hizo caso y se dirigió a la Curia para asistir a la reunión del Senado; pero de camino, junto al Teatro de Pompeyo, en el actual Largo Argentina, un grupo de senadores le interceptó, le condujo a una de las salas anexas al Teatro y allí consumaron la conjura. Con el asesinato de César, los conspiradores creyeron haber salvado la república romana de la tiranía, aunque tras una cruenta guerra se acabaría imponiendo el poder absoluto de Octavio César Augusto, con quien comenzaría una nueva etapa en la historia de Roma, el Imperio.
Siempre es recurrente, al llegar estos días, evocar la famosa frase de advertencia, “Guárdate de los idus”, convertida en sinónimo de peligro. Aunque también da nombre a una extraordinaria novela, obra del escritor Thornton Wilder, quizá la mejor recreación literaria sobre la vida de César, que a la par, es una crítica a la dictadura fascista que conoció cuando estudiaba arqueología en Roma. Un libro que vale la pena leer y releer, no sólo por su calidad literaria, sino por la sugerente invitación a ser críticos ante cualquier conato de un particular de hacerse, manipulando el marco legal, con el monopolio del poder político. Una tentación que está siempre latente como amenaza para cualquier sociedad, incluidas las democracias mejor asentadas.
Siempre me ha parecido extraordinaria la capacidad que tienen algunos autores de decir sin decir, confiando en la inteligencia de sus lectores; una cualidad que también encontramos en el cine, como comprobamos en las fuertes críticas que Berlanga supo hacer del franquismo en películas como El Verdugo o Bienvenido, Míster Marshall, capaces de superar la censura de una manera sutil. En situaciones de falta de libertad es cuando se agudiza el ingenio, logrando, paradójicamente, realizar auténticas obras maestras que en una sociedad libre resultan muy difíciles de encontrar. Esta sutileza la pude constatar un verano en el que impartí unas clases en Cuba. La ironía, a veces caústica, de los cubanos frente al régimen era, para muchos, la única manera de oponerse a una tiranía que ha conducido a una isla antaño rica a unos abismos de pobreza y atraso que nada tienen que ver con los ditirambos que los entusiastas españoles de la Revolución entonan, la inmensa mayoría de las veces desde la más absoluta de las ignorancias.
Pero volvamos a nuestras democracias occidentales y la amenaza de la tiranía. Vemos de modo preocupante como en muchas de ellas se imponen liderazgos –que sólo lo son de nombre- terriblemente tóxicos para las naciones en las que se desarrollan. Personajes mezquinos, ambiciosos, pagados de sí mismos, narcisistas y ególatras, rodeados de toda una camarilla de aduladores que necesitan que su Amado –o quizá Temido- Líder continúe en el poder, pues de ello dependen sus pingües sinecuras; mediocres incapaces que generan una creciente ineficacia en la diferentes instituciones públicas en las que, mayormente sin méritos para ello, son colocados por decisión digital. Todo va siendo absorbido por los tentáculos de un pulpo que emborrona cuanto le rodea con su tinta tóxica, un Leviatán que, insaciable, se alimenta de las ubres cada vez más vacías de la nación. Con la ayuda de una red clientelar en la que, sin disimulos, con la arrogancia de quien se cree impune, se incluyen, en un ejercicio de nepotismo digno de cualquier corte del Ancien Régime, a familiares próximos, poniendo las instituciones y recursos del Estado al servicio de individuos particulares. Un verdadero caldo de cultivo para el surgimiento de todo tipo de corrupciones.
Lo dramático no es sólo como la sociedad civil, aletargada en su suicida comodidad, ha ido permitiendo el progresivo afianzamiento de personajes vacuos, risibles en su afectada pomposidad, sino que, cuando el peligro es claro, sigue consolándose con ensoñaciones estériles, pensando que “eso aquí no puede ocurrir”. Pero lo más terrible es que esta degradada situación se produce en un contexto internacional de extremada gravedad, tal vez como en Europa no se conocía desde la segunda mitad de los años Treinta. Estamos sobre un polvorín que puede estallar en cualquier momento. Y al frente tenemos no sólo unos liderazgos de cartón piedra, sino, en torno a ellos, unos políticos incapaces. Ante uno de los momentos más críticos de la historia contemporánea tenemos a la peor clase política para afrontarlo.
Quizá la advertencia de guardarse de los idus se nos esté dirigiendo a una ciudadanía adormecida, que, como César, sólo descubrirá la dramática realidad cuando sea demasiado tarde para reaccionar.
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