Memento, homo, quia pulvis es

Adentrémonos, pues, como pedía Juan de la Cruz, en la espesura de este desierto cuaresmal, para ser auténticamente libres y verdaderos
The post Memento, homo, quia pulvis es first appeared on Hércules.  “Recuerda, hombre, que eres polvo y al polvo volverás”. Esta frase, inspirada en el libro del Génesis, se repitió el Miércoles de Ceniza durante la celebración del rito con el que comienza la Cuaresma. Un tiempo que, más allá de la personal vivencia que podamos tener los creyentes, es uno de los momentos de mayor intensidad cultural y artística en nuestro país. Por eso sorprende –bueno, en realidad no- el silencio de quienes unos días antes, por activa, por pasiva, por perifrástica o por aoristo, nos hablaban, con todo lujo de detalles, del comienzo del Ramadán, cuya celebración, a pesar del eco mediático, no deja de ser minoritaria en España. Es, una vez más, expresión de la anormalidad en que ciertos sectores, especialmente desde ámbitos supuestamente “progresistas”, viven sumidos en relación con lo que es la tradición cultural occidental que ha ido conformando a nuestra nación, experimentando paralelamente una incomprensible y contradictoria fascinación -como se ha comprobado nuevamente a cuenta del uso del hiyab- por el Islam, teniendo en cuenta que muchos de los valores islámicos son totalmente contrarios a los que defiende nuestra desnortada ultraizquierda. Como ejemplo, recuerdo la conversación, una cálida tarde en esa bellísima ciudad rifeña que es Chauen, mantenida con mi amigo Mohamed, a quien el mero hecho de hablarle del aborto le producía ganas –físicas- de vomitar.

La Cuaresma ha ido generando, a lo largo de los siglos, toda una serie de tradiciones de lo más diverso, que abarcan desde manifestaciones gastronómicas, como el potaje o las torrijas, a las folclóricas o musicales. A lo largo y ancho de la geografía española, en pueblos grandes o pequeños, en ciudades o aldeas, podemos asistir a representaciones teatralizadas de la Pasión, a conciertos de bandas que nos ofrecen marchas o a corales que interpretan lo mejor de la música sacra, cuya manifestación más sublime es la Semana de Música Religiosa de Cuenca. La arquitectura efímera de los altares de culto de las imágenes de Cristo y la Virgen nos retrotraen a los esplendores de nuestro extraordinario barroco y los cortejos procesionales que comienzan a recorrer, aún antes de la Semana Santa, calles y plazas, son una auténtica exaltación de los sentidos, con el olor del incienso, la luz titilante de las velas, el sonido de cornetas y tambores y la belleza de una imaginería única en el mundo.

Pero Cuaresma no es sólo ni principalmente esto. El recordatorio que se nos hace al recibir la ceniza sobre nuestras cabezas es el comienzo de un camino que nos conduce desde las tinieblas a la luz, desde la oscuridad que nos rodeará el Viernes Santo a los resplandores de la mañana de Pascua. Un recorrido que implica adentrarse en uno mismo, peregrinar hasta lo más hondo de nuestro ser, en una búsqueda del sentido profundo de nuestra existencia. Algo a lo que, independientemente de nuestras creencias o ausencia de ellas, estamos invitados por el mero hecho de ser personas. Nuestro mundo, en exceso vertiginoso y ruidoso, nos aliena, convirtiéndonos en piezas de un engranaje que nos deshumaniza y poco a poco nos va degradando.

La Cuaresma es por ello una oportunidad de rehumanizarnos, de encontrarnos con nuestro verdadero yo, oculto por tantas capas que, como una escultura repintada por un mal artista, desfiguran lo que somos y quienes somos. Si el tiempo cuaresmal se inspira en los cuarenta días que Jesús de Nazaret se retiró al desierto, no está de más que nosotros también hagamos experiencia de desierto, un desierto simbólico pero real. Pues el desierto, y así lo he experimentado en Israel, junto al Mar Muerto, en Perú o en el Sahara, es el espacio en el que nuestra finitud se muestra de modo más palpable, abrumada por la inmensidad del cielo y de la tierra. Pocos momentos más intensos he vivido como un caluroso día de agosto, junto a las ruinas de Qumrán, absorto en el resplandor calcinado de la piedra y el azul refulgente de un cielo que parecía nacer de las aguas salobres del Mar Muerto. Allí, a solas conmigo mismo, en una atronadora y silenciosa soledad sonora, pude casi abismarme en el Infinito que nos desborda y acoge, contemplando ese interior intimo meo del que hablaba Agustín de Hipona. Aquel desierto que me abrumó y empequeñeció, pero que me conmovió como tal vez sólo he vuelto a experimentar en una solitaria playa de Turquía, absorto en una extática puesta de sol, no fue únicamente un lugar al que acudí, quizá movido por una simple pero insuficiente curiosidad, sino un verdadero proceso, pues más que ir nosotros a él, él penetra en nuestro ser, invadiendo nuestro espíritu e invitándonos a resignificar nuestra vida desde lo más esencial y auténtico. El desierto es el ámbito en el que encontramos lo más verdadero de nosotros, ofreciéndonos la oportunidad de salir de nuestro narcisismo y ensimismamiento estéril, pues esa soledad no consiste en elevar muros que nos aíslen, sino en abrir vías de encuentro con el Otro y, por tanto, inseparablemente, con los otros.

De este modo la Cuaresma no es sólo un tiempo penitencial para el creyente sino una metáfora de lo que ha de ser el camino más auténtico de cada persona, aunque en su horizonte existencial no se vislumbre ninguna presencia divina. Para ello, más allá de los ruidos que nos embrutecen, precisamos del silencio. Si algo se oye en el desierto es esto, un silencio que resuena abrumador y que nos libera de tantos lazos superficiales que nos encadenan y esclavizan. Porque el desierto es camino de libertad. Lo fue para el pueblo de Israel, liberado de la opresión del faraón, que durante cuarenta años forjó en él su identidad. Es el lugar de la prueba, de la dificultad, pero también del vencimiento de uno mismo. 

Adentrémonos, pues, como pedía Juan de la Cruz, en la espesura de este desierto cuaresmal, para ser auténticamente libres y verdaderos.

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