La LOSU, hecha como es habitual sin consenso y condicionada por la dependencia del gobierno respecto a los independentistas catalanes, perpetua los problemas de gravedad como la financiación insuficiente, la asfixiante y enrevesada burocracia o la endogamia y nepotismo que campan a sus anchas
The post Salmantica non praestat first appeared on Hércules. La Universidad de Salamanca no es sólo la más antigua de las universidades españolas existentes –la fundó en 1218 el rey Alfonso XI de León- sino uno de los focos culturales más potentes que han surgido a lo largo de la historia cultural de España. La Escuela de Salamanca, que poco a poco va siendo más conocida por sus grandes aportaciones también a la teoría económica, es quizá la mayor y mejor expresión del esplendor intelectual de un centro docente por el que han pasado figuras de la talla de fray Luis de León, Domingo de Soto o Miguel de Unamuno, sin olvidar al fundador de la Escuela, Francisco de Vitoria. El saber salmantino se hizo proverbial, condensándose en el adagio latino Quod natura non dat, Salmantica non praestat, refiriéndose al hecho de que hay una serie de cualidades en la persona que, si no se dan, ni siquiera un ámbito educativo excelente puede compensar. Más vulgarmente lo solemos decir afirmando que “donde no hay mata, no hay patata” o que “de donde no hay, no se puede sacar”. En cualquier caso, la referencia a la educación universitaria como el grado más elevado al que puede acceder una persona para su formación es evidente.
Digo esto a colación del debate –uno de tantos artificiales que abre este desnortado gobierno que nos desgobierna- generado sobre la enseñanza privada y su calidad. Como suele ocurrir en nuestro país, en lugar de observar la luna nos quedamos mirando al dedo, entrando en discusiones estériles que no van al meollo de la cuestión. El debate auténtico debería centrarse en la calidad de la universidad como tal, no en si es mejor la pública o la privada, pues como diría un gallego típico y tópico, “depende”. Y es cierto. Hay universidades públicas de gran calidad y las hay muy malas; y lo mismo cabe decir de las privadas. Es cierto que la proliferación de éstas me parece a todas luces exagerada y que se está dando el nombre de universidad a centros que no merecerían la calificación de tal. Una universidad debe compaginar tanto docencia como investigación, y los profesores universitarios debemos atender a estas dos obligaciones esenciales, que constituyen –o deberían- lo nuclear de nuestra vocación como tales.
La universidad española adolece grandes males, que año tras año lamentamos cuando no aparecemos en buena posición en las listas de clasificación internacionales. Pero da la sensación de que no nos atrevemos a tomar el toro por los cuernos –algo también muy salmantino, como se cuenta que hizo san Juan de Sahagún, patrono de la ciudad- y nos quedamos en estériles quejas. Partiendo del marco legal en el que nos movemos, la LOSU, hecha como es habitual sin consenso y condicionada por la dependencia del gobierno respecto a los independentistas catalanes, habría que seguir analizando problemas de gravedad como la financiación insuficiente, la asfixiante y enrevesada burocracia o la endogamia y nepotismo que campan a sus anchas. Aunque creo que lo más terrible es el descenso de nivel educativo al que estamos llegando, el olvido de que es preciso buscar la excelencia, y que para ello es necesaria la exigencia. Una pérdida de calidad que no es un topos literario, como a veces se ha pretendido defender, sino una triste realidad, derivada del progresivo descenso del nivel educativo general al que han conducido una serie de leyes nefastas que gobiernos de diferente signo han ido implementando, sin consenso, sometidos a veces a los dictámenes de una pedagogía que, aun habiendo demostrado sus errores, sigue imponiéndose con un carácter dogmático que la hace inmune a las más que razonadas y razonables críticas. Los estudiantes llegan a primero de carrera con unas graves y grandes lagunas que muchas veces son difícilmente subsanables. Uno de los mayores errores en la reforma de la enseñanza media fue la supresión del COU, un curso destinado a preparar específicamente para el acceso a los estudios universitarios, lo que ha hecho que esta función la supla un segundo de Bachillerato que ha perdido así su misión particular.
La universidad, aquel “ayuntamiento de maestros y escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y entendimiento de aprender los saberes”, como la definió Alfonso X el Sabio en Las Siete Partidas, debe recuperar su vocación esencial de ser espacio de transmisión y creación del conocimiento. Un lugar en el que nuestros alumnos desarrollen su capacidad crítica, aprendan a ser ciudadanos libres y comprometidos, enamorados del conocimiento; que deseen “aprender los saberes”, escuchen opiniones ajenas y sepan rebatir racionalmente con argumentos. Algo que hoy echamos en falta. Siempre he condenado los escraches, fueran contra quien fueran. Creo que hemos de ser capaces en la universidad de debatir con respeto crítico. Las actuales muestras de intolerancia que vemos demasiadas veces son la antítesis de lo que es el verdadero espíritu universitario y la tolerancia hacia ellas una muestra de debilidad –o de connivencia- injustificable.
Educar en el espíritu crítico no significa educar a mis alumnos para que piensen lo que yo pienso. Hace unos días, en un periódico otrora prestigioso y hoy devenido altavoz oficioso del poder, se quejaba una docente del crecimiento de la extrema derecha en nuestros campus, afirmando hablar en nombre de todos los docentes. Independientemente de que arrogarse la representación no otorgada del amplio, complejo y diverso profesorado español era ya un ejercicio científicamente discutible, sus lamentaciones resultaban bastante parciales y sesgadas, pues como luego vinimos a saber, la susodicha docente era también activista de un partido de extrema izquierda. Más allá de que su afirmación sea cierta o no, tengo para mí que su preocupación respondía al hecho de que sus alumnos no pensaban como ella creía que debían pensar. Insisto, ayudar al alumnado a desarrollar su espíritu crítico no es hacer que piensen lo mismo que yo. Respetar la legítima diversidad de opiniones por parte del profesorado sería tal vez el primer paso para que también el alumnado crezca en capacidad de diálogo y respeto. Y todo ello desde un renovado esfuerzo por hacer de nuestras universidades, sean públicas o privadas, un lugar de excelencia como lo fue la vieja alma mater salmantina en el siglo XVI.
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