¿Estamos dispuestos a ir a la guerra?
The post Tiempos duros y hombres débiles first appeared on Hércules. Vivimos en una anomalía histórica. La mayoría de los europeos occidentales ha crecido en la burbuja de la paz, sin guerras a gran escala, sin tragedias que forjen carácter, sin la necesidad de luchar por su propia supervivencia. Esto nos ha permitido el lujo de centrarnos en problemas de primer mundo, en guerras culturales artificiales y en debates sobre identidades que desaparecerían en cuanto surgiera una amenaza real. Llevamos décadas en esta complacencia, convencidos de que la paz es la norma y no la excepción.
Pero la historia no funciona así. El famoso dicho «tiempos difíciles crean hombres fuertes, hombres fuertes crean tiempos buenos, tiempos buenos crean hombres débiles, y hombres débiles crean tiempos difíciles» es una advertencia que hemos ignorado. Hemos vivido tiempos buenos, pero la factura de la complacencia está llegando. La realidad siempre golpea, y lo hace sin avisar.
Un claro ejemplo es la cuestión de la defensa occidental. La mayoría de los ciudadanos españoles sigue sin entenderlo. España está a la cola de la OTAN en gasto en defensa, destinando solo un 1,28% de su PIB, cuando los acuerdos exigen un mínimo del 2%. La resistencia a aumentar el presupuesto militar refleja nuestra desconexión con la realidad. Nos hemos acostumbrado a la seguridad sin preguntarnos quién la garantiza, y ahora que nos toca asumir nuestra parte, preferimos mirar hacia otro lado. Pero sin inversión en defensa, no hay soberanía real.
Nos acostumbramos a que Estados Unidos pagara la fiesta. Mientras los europeos destinaban migajas a sus ejércitos y preferían invertir en Estados del bienestar insostenibles, el paraguas de Washington “garantizaba” la seguridad. Pero todo tiene un límite. Trump, con su habitual crudeza, dejó claro que la OTAN no podía seguir siendo un chiringuito financiado por los contribuyentes estadounidenses mientras Europa miraba hacia otro lado. Y tenía razón. El abandono progresivo de Estados Unidos en su papel de gendarme del mundo nos pilló desprevenidos. Creíamos que la paz era la norma, no la excepción.
Rusia nos lo recordó a la fuerza. De repente, los debates sobre inversiones en defensa, sobre el gasto militar y sobre la capacidad de respuesta dejaron de ser temas de nostálgicos de la Guerra Fría. Occidente, que llevaba décadas desarmándose moral y materialmente, se vio obligado a improvisar. Alemania, que siempre evitó su responsabilidad, de pronto prometía gastar más en defensa. Países que se reían de la idea de reforzar sus ejércitos ahora se peleaban por comprar tanques y misiles. La realidad se impuso.
Pero el problema va más allá de lo militar. Es cultural. Durante demasiado tiempo nos dedicamos a la autocomplacencia, al hedonismo sin propósito, a la creación de problemas artificiales porque los reales parecían cosa del pasado. Pero la historia nunca termina. Siempre vuelve. Y ahora, cuando despertamos a un mundo donde los tiempos difíciles acechan, nos damos cuenta de que quizá, solo quizá, nos hemos convertido en los hombres débiles que los tiempos buenos fabricaron.
Y aquí llega la gran pregunta: ¿Estamos dispuestos a ir a la guerra? No en sentido figurado. En su forma más brutal y real. ¿Estamos listos para mandar a nuestros jóvenes al frente? ¿Para asumir el costo en vidas humanas? ¿Para soportar el impacto económico y social que implica un conflicto armado? Porque si la respuesta es «no», entonces más nos vale estar preparados para ceder.
Nos encontramos en un punto crítico. La seguridad occidental ya no está garantizada por terceros. Europa ha empezado a rearmarse, pero lo hace con décadas de retraso y con la mentalidad aún anclada en la comodidad de la paz. Las amenazas son reales: Rusia sigue avanzando en su estrategia de presión, China observa con interés cualquier signo de debilidad, y el terrorismo islamista, que nunca desapareció, sigue al acecho.
Los tiempos difíciles están de vuelta. La pregunta es si somos capaces de afrontarlos con la dureza necesaria, o si nos limitaremos a clamar por diplomacia y buenas intenciones mientras otros, menos ingenuos, toman decisiones por nosotros. ¿Estamos dispuestos a defender nuestra civilización, incluso si el precio es alto? ¿O seguiremos fingiendo que la paz es eterna mientras la realidad nos atropella?
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