Y seréis como máquinas

A ojos de los tecnócratas, esta es la lección que el 99% restante de la humanidad no puede permitirse olvidar: imita a la máquina
The post Y seréis como máquinas first appeared on Hércules.  Una década atrás, en una fecha que aparece tan lejana como el abismo que separa un siglo del siguiente, el reputado economista Tyler Cowen, uno de los mayores defensores del libre-mercado en la prensa internacional, anticipó un distópico futuro al que ahora ya nombramos con familiaridad: la Cuarta Revolución Industrial. Esto fue lo que dijo: «Si tú y tus actitudes complementan al ordenador, es probable que tus perspectivas salariales y laborales sean esperanzadoras. Si tus actitudes no complementan al ordenador, es posible que tengas que solucionar ese desajuste». Ser o no ser máquina: en eso consiste, en muy resumidas cuentas, el siglo XXI.

A ojos de los tecnócratas, esta es la lección que el 99% restante de la humanidad no puede permitirse olvidar: imita a la máquina, a riesgo de perder tu trabajo, e imita al capital, so pena de lucir obsoleto frente el rápido trasiego del Progreso. Esquivando los más imperdonables pecados de esta insólita era anunciada hasta la saciedad por libros sensacionalistas y grandes publicaciones, los perdedores de este mundo debemos estar dispuestos a dejar atrás lazos familiares, raíces culturales, lealtades, principios, objetos materiales, grandes ideales, sueños y proyectos, vocaciones y romances, todo ello en virtud de un mantra sagrado que reina sobre todo lo demás: la productividad.

¿Y si las máquinas ya están entre nosotros pero todavía no nos hemos dado cuenta? O, por ser más radicales, ¿y si nosotros somos ya máquinas y aún no lo sabemos? Desde el pasado remoto el ser humano ha tenido actitudes típicamente inhumanas para con sus iguales: esclavitud, opresión, tortura, matanzas, hambrunas y demás dan testimonio de la despiadada brutalidad con la que hemos despachado a otros semejantes.

Creo, en ese sentido, que la novedad se encuentra más bien en el modo de manifestación que en el fondo de esa inmoralidad: nuestras instituciones se rigen por un baremo de eficiencia, aunque éste resulte inhumano, en tanto que responde a un criterio puramente técnico y racional. Estamos asistiendo a la aceptación pública y puramente material de ese aserto, sin ningún tipo de aditamento que nos distraiga de tan terrible verdad. Y está ocurriendo ahora; un vistazo rápido al entorno en cualquier gran ciudad servirá para constatar lo evidente: que ya somos como máquinas.

Ejemplo de ello es la lucha antiterrorista de la CIA, donde la tortura aparece como método válido para lograr acceder a la información requerida por un criterio relativo a la seguridad nacional. Luchar contra los comunistas, primero, o contra los terroristas, después, lo justifica todo: los peores métodos imaginables, sin importar su legalidad; lo único significativo es si resulta útil para lograr unos determinados objetivos. Al adquirir una lógica maquinal, las instituciones han perdido pie en la realidad; o, podría decirse, han generado una imagen artificial del exterior, construida a gusto de sus intereses. Más que en ser como una máquina, podemos afirmar que el futuro consiste en permanecer atrapados en el egocentrismo de las instituciones tardo-capitalistas en lograr salir de nosotros mismos para dirigirnos hacia actitudes algo más heroicas y hasta caballerescas.

El homo economicus

El gran logro del homo economicus, gracias al teléfono inteligente y a las gafas de realidad aumentada,es la democratización de ese viejo privilegio de los millonarios que huyen de las catástrofes montados en su yate de lujo: la distancia social. La sociedad de la tortura es, como acabamos de señalar, la sociedad del egocéntrico, construida a semejanza de aquel que únicamente persigue sus propios intereses; y la sociedad del porno y la masturbación, del sexo sin compromiso, del aborto empleado como método anti-conceptivo, es la sociedad del narcisista cuya sobreestimulación sexual no está destinado hacia un Otro, sino sólo hacia sí mismo.

Frente a esto, se eleva otra actitud muy diferente augurada tiempo atrás por Friedrich Nietzsche: «Los trabajadores deben inaugurar dentro de la colmena europea una época de gran desbandada como nunca se ha visto antes y a través de este acto protestar contra la máquina, protestar contra el capital. Una vez fuera, adquirirán una bella naturalidad salvaje que será tildada de heroísmo» (Aurora, 1881). Estamos atrapados en el hexágono tridimensional de una enorme colmena humana.

Esta sociedad narcisista, donde los ciudadanos son cincelados a conveniencia de las instituciones y sus dirigentes, generando ciudadanos tan egocéntricos como ellos, pero a una escala económica mucho menor, dominados por sus bajos instintos, con vicios más baratos, de plebeyos engañados por un exterior artificial que evita tener que mirar a la realidad directamente a los ojos. La sociedad más narcisista de Occidente es, sin duda alguna, aquella manifestada en los Estados Unidos de América tras la IIGM: su american way of life terminó de certificar el expolio natural, la deshumanización masiva y el consumismo desaforado inherentes a la sociedad burguesa desarrollada desde el Renacimiento hasta la actualidad. Por eso, el reverso más significativo de la misma ha sido la figura igualmente egocéntrica del asesino en serie.

Incluso el clásico serial killer representado por ejemplos tan paradigmáticos como el de Ted Bundy, Jeffrey Dahmer o Edmund Kemper ha sido sustituido por la figura del tirador: un consumidor que, después de comprar una o varias armas de último modelo en un centro comercial, junto a abundante munición, dispara repetidamente, como si de un videojuego hiperreal se tratara, contra ciudadanos inocentes hasta que la policía lo abate; un modelo mucho menos sofisticado que el asesino en serie, más aislado si cabe, por cuanto no tiene que compatibilizar sus actividades delictivas con una tapadera social compleja, sino que es arrastrado por sus pulsiones, terminando por explotar en un frenesí asesino no muy diferente, desde el punto de vista psicológico, al arrebato súbito de un padre de familia comprando regalos en fechas navideñas.

Si hay un director en la Historia del Cine puramente esotérico que anticipara todos estos cambios, ese fue sin lugar a la duda Fritz Lang, autor de obras como Metrópolis (1927) o Perversidad (1945), que narran con extrema complejidad el trasfondo moral de esta deriva social; y si hay una película de Lang que retrata desde dentro dicha manía irrealista esa es sin duda M, el vampiro de Düsseldorf (1931), donde se relata el caso real del asesino en serie Peter Kürten y del detective que lo atrapó, Ernst Gennat, en un combate casi arquetípico entre Bien y Mal que expone las tendencias contrapuestas latentes en cada corazón humano: el espíritu frente al artificio.

Estos dos personajes representaron, respectivamente, al narcisista y al héroe en el marco de una Alemania que, en los años 30, transitó desde la libertina República de Weimar hasta la totalitaria patria del nacionalsocialismo; dos etapas históricas inmoladas a mayor gloria de otro estadio posterior: aquel en el que desde entonces nos encontramos varados. Una época que, en el fondo, no está muy lejos de la nuestra, donde todos somo un poco narcisistas, anteponiendo la necesidad de estímulos, la sobreestimulación constante por medio del placer autoerótico y nuestros deseos de consumo a todo lo demás, incluida la propia realidad, o cualquier criterio moral, un poco a la manera del tristemente célebre vampiro de Düsseldorf.

Toda vida conlleva muerte: esa es la verdad esotérica del serial killer, la última creación socialmente original del tardocapitalismo. Solo que nosotros, presa del puritanismo, ni siquiera queremos mirar directamente a esa realidad: agachamos la cabeza como una máquina que se limita a realizar su trabajo sin querer entender nada más; y cuando el abismo por fin irrumpe en nuestras vidas, huimos al psicólogo que trabaja para el Estado o a los productos que las Big Pharma ponen a nuestro alcance para evitar cualquier mínimo contacto con la realidad. No es que estemos enfermos, en tanto que individuos o como sociedad, sencillamente ocurre que estamos muertos. Hemos comido del Árbol de la Productividad y por fin somos como máquinas: un pequeño placer malsano, compulsivo e insatisfactorio es el nimio precio que hemos recibido por renunciar a nuestra libertad.

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