Estados Unidos sanciona a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción

La administración norteamericana justificó las sanciones como parte de su estrategia para enfrentar la corrupción sistémica, especialmente aquella que proviene de figuras de alto nivel
The post Estados Unidos sanciona a Cristina Fernández de Kirchner por corrupción first appeared on Hércules.  El Departamento de Estado de Estados Unidos ha impuesto sanciones a la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y al exministro de Planificación Federal, Julio de Vido, por su implicación en maniobras corruptas vinculadas a contratos de infraestructura durante sus mandatos. Según Washington, ambos habrían aprovechado sus cargos para enriquecerse ilícitamente mediante el direccionamiento de fondos públicos.

El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, denunció que tanto Fernández de Kirchner como De Vido montaron un esquema de sobornos que derivó en la pérdida de millones de dólares para el Estado argentino. La administración norteamericana justificó las sanciones como parte de su estrategia para enfrentar la corrupción sistémica, especialmente aquella que proviene de figuras de alto nivel.

La exmandataria, quien en 2022 fue condenada por la Justicia argentina a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos. La sentencia corresponde a la causa conocida como “Vialidad”, donde se investigó una red de favoritismo en la adjudicación de obras en Santa Cruz, provincia donde el kirchnerismo tuvo su epicentro político.

Las sanciones desde Washington no solo apuntan a cerrar el cerco internacional sobre los implicados, sino que refuerzan la narrativa de transparencia que promueve la administración estadounidense en su política exterior. El caso argentino se convierte, así, en una advertencia directa para otros actores de la región que abusen de los recursos públicos bajo la protección del poder político.

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​Dani Rovira: “Trabajo menos de lo que la gente piensa. El trabajo no es una prioridad para mí, aunque sí mi vocación” 

 Dani Rovira regresa a su tierra, a Málaga y a su festival, para presentar fuera de concurso Playa de Lobos, la última película de Javier Veiga. Una excusa perfecta para compartir un rato con él. 

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​Britt Lower nos habla del impactante final de Separación: “Mi corazón iba a mil por hora” 

 La estrella habla del poder y la complejidad de la impactante decisión de Mark S., del rodaje de la alucinante escena con una banda de música y de la pregunta central que tiñe los momentos finales: “¿Importan los innies?” 

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​Crónica oral de ‘Mariliendre’, la serie de la que hablará todo el mundo: “Es un homenaje a todas ellas, que siguen estando muy presentes» 

 Hablamos con el showrunner Javier Ferreiro, la protagonista Blanca Martínez, la guionista Paloma Rando y parte de los actores de la serie para narrar cómo ha sido el proceso de creación de esta comedia musical de Suma Content y Atresmedia Player. 

​Hablamos con el showrunner Javier Ferreiro, la protagonista Blanca Martínez, la guionista Paloma Rando y parte de los actores de la serie para narrar cómo ha sido el proceso de creación de esta comedia musical de Suma Content y Atresmedia Player. 

El daimon de Dylan

Esclavo de su daimon, el Eros que une todo lo existente, Dylan vivió sus primeros años consagrado a la fuerza daimónica por excelencia: el impulso sexual. De eso nos habla también A Complete Unknown
The post El daimon de Dylan first appeared on Hércules.  El género cinematográfico del biopic (biographical + motion picture) o película biográfica traspasa con mucho los límites estipulados de lo narrativo: es la hagiografía de la sociedad secular; y, por lo tanto, un producto estrella ineludible en la mesa de comida rápida cultural que los Estados Unidos de América llevan sirviendo al conjunto de Occidente, junto a buena parte del resto del mundo, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Ejemplo de ello es la reciente novela Biografía de X (2024), de Catherine Lacey, que radiografía la vida de una artista ficticia, en realidad una síntesis de otras tantas artistas norteamericanas recientes: Cindy Sherman, Sherrie Levine, Laurie Anderson y sobre todo la gran Kathy Acker. Incluso la contracultura ha adoptado ese relato mítico del “self-made-men”, que recuerda tanto al “viaje del héroe” trazado por el ínclito Joseph Campbell (no confundir con las latas del mismo nombre), que ahora también ha dado lugar a la mujer hecha a sí misma.
Nosotros, los europeos, aquellos culturalmente colonizados y sociopolíticamente subyugados desde el Día D (el así llamado “Desembarco de Normandía” del 6 de junio de 1944) en adelante, consumimos con deleite las vidas diseñadas y los milagros simulados de esos mismos dioses de barro que la industria hollywoodense traza con destreza variable para alimentar nuestra devoción.
Más allá de su irregular resultado, lo cierto es que los colonizados más integrados que apocalípticos, entre los que me incluyo, echábamos en falta un filme sobre la figura del gran aedo o chansonnier de nuestro tiempo: Bob Dylan. Porque la colonización, al fin y a la postre, no deja de sustentarse sobre la absurda dependencia que el siervo desarrolla con respecto a su amo, la misma relación sadomasoquista que muestra la víctima que muere bajo la tiránica mordida del vampiro.

Necesitábamos, pues, que James Mangold, eficiente hagiógrafo que no se ha destacado más allá de en su notable Le Mans ’66 (2019) más que por firmar correctas películas de estilo sobrio, encontrara para su película de Dylan a un actor a la altura de la proeza que realizara en su momento el sobrevalorado Joaquin Phoenix a la hora de dar vida a ese inconmensurable bluesman, a ese alcohólico católico que fue Johnny Cash.

Así es: los hispanos dylanizados, impenitentes integrantes del underground más mainstream, a la manera de Enrique Vila-Matas, Mariano Antolín Rato o Rodrigo Fresán, necesitábamos, aunque todavía duela reconocerlo y aún más decirlo en alta voz, que llegara el tan odiado (no sin razones) como en el fondo infravalorado (por las razones anteriormente mencionadas) Timothy Chalamet para que efectuara la actuación de su vida (hasta la fecha) poniendo voz y extravagancia a su particular versión de Robert Zimmerman, alias Bob Dylan.
Dylan es el artista pop por excelencia, un cantante cambiante, para todos y para nadie, con mil rostros y ninguno, tan mutable como la propia cultura volátil en la que se encuadra. Sólo le falta dejar de trabajar, optar por un silencio autoimpuesto antes de la muerte, a la manera de Robert Walser, para haberse embarcado, en un momento u otro, en todos los estilos imaginables.
Nunca toca la misma canción dos veces, el autor de The times they are a-changing, un chamán que nunca realiza por duplicado el mismo gesto, ni ante el mismo público, justo al revés de lo que hace Mangold, o igual que, para qué engañarnos, casi todo el mundo al seguir un patrón autoimpuesto en sus particulares empeños creativos; en eso, hay que reconocerlo, las manidas Inteligencias Orgánicas tampoco nos diferenciamos demasiado de las incipientes Inteligencias Artificiales.

Desde mi cómoda poltrona de espectador deduzco, a partir de la limitada propuesta de Mangold a propósito de Dylan, que no debe resultar sencillo construir toda una película a partir de una anécdota; ese privilegio, por supuesto, está reservado únicamente a los talentos naturales, como el de Albert Serra, que consiguió arañar la proeza en su excelente La mort de Louis XIV (2016), que además de ser una perfecta paradoja, en tanto que naturaleza muerta en movimiento, es un gran biopic y una extraordinaria reflexión sobre las limitaciones del poder absoluto ante el imparable poder de un absoluto aún mayor: la muerte.

Por todo lo anterior sólo puedo afirmar que A Complete Unknown (2024) no es mucho más que un disco de grandes temas de Dylan en la voz de alguien que consigue parecerse mucho al cantante, café para cafeteros tan válido para cadetes que no conocen nada del autor de Like a rolling stone como para los muy veteranos que nunca se cansan de los ingenios líricos del rapsoda interpretado por un excelso Chalamet que mereció el Óscar finalmente destinado para una actuación mucho más gris y monocromática que la suya.
Viendo la película de Mangold uno entiende sin demasiados esfuerzos por qué los hermanos Ethan y Joel Cohen desistieron de su interés inicial por hacer una biografía filmada de Dylan, hace ahora más de una década, para en su lugar dedicar la tragicómica Inside Llewyn Davis (2014) a uno de sus más destacados predecesores: Dave Van Ronk.
Si el exitoso Dylan, ese genio compuesto de multitudes, voló alto desde muy joven, el fracasado Van Ronk se la pegó una y otra vez contra el frío y duro hormigón al intentar alzar el vuelo a la caza de las musas y sus más ostentosas dádivas; y justo por eso es que la película de los Cohen resultó mucho mejor que la de Mangold, si bien Chalamet aparece tan inmenso en su actuación de joven recién llegado al ambiente neoyorquino de la música folk como antes lo hizo Oscar Isaac.

Lo más interesante de la película de Mangold, en realidad apenas es un detalle en el conjunto de ese viaje que va del pie de cama de un enfermo Woody Guthrie a la controversia que supuso el célebre paso en acto del folk al rock en el célebre Festival de Música de Newport acontecido el 25 de julio de 1965: el daimon de Dylan. Un daimon, a la manera de Sócrates, de Philipp Mainländer y sobre todo de Plotino, que en el caso de Dylan, como se muestra en A complete unknown, no es otro que Eros.
Un hombre es la unión de un daimon particular con un espíritu concreto. Ahora leamos a Patrick Harpur «Las obras de arte son santuarios daimónicos, como las estatuas de los antiguos que se forjaban para, mágicamente, atraer y contener a un daimon o dios…» (Realidad daimónica, 1995). Y leamos también al injustamente olvidado Ludwig Klages: «Eros es elemental o cósmico en la medida en que el individuo que es atrapado por Eros experimenta, por así decirlo, una corriente pulsante e inundadora de electricidad.» (Ritmos y runas, 1944).
Porque, como afirmaba el protagonista de esa obra maestra que es Desgracia (1999), la novela del Premio Nobel de Literatura (Dylan también lo es, no lo olvidemos) J.M. Coetzee, «Sólo soy un sirviente de Eros.» Algo que en la película de Mangold queda patente cuando vemos a Dylan salta de cama en cama, sin descanso, de disco en disco, sin apenas sosiego, invirtiendo sus días y noches en el oficio intercambiable del trovador: la conquista y la composición, el amor y el arte, el cortejo de las amantes y el cuidado de las musas. Esclavo de su daimon, el Eros que une todo lo existente, Dylan vivió sus primeros años consagrado a la fuerza daimónica por excelencia: el impulso sexual. De eso nos habla también A Complete Unknown.

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No hay presupuestos porque no hay dignidad

Estamos a la espera del que escapó en un maletero
The post No hay presupuestos porque no hay dignidad first appeared on Hércules.  Que nadie se engañe: no estamos sin nuevos presupuestos porque el Parlamento esté bloqueado. El Gobierno cuenta con una mayoría que le permitió aprobar la investidura más vergonzante de la historia reciente, con concesiones a independentistas, nacionalistas y filoterroristas. Si Sánchez no ha presentado los Presupuestos para 2025 no es por falta de votos, sino porque no tiene claro el precio que le van a pedir esta vez. Y hasta que Puigdemont no escriba la cifra exacta en la servilleta, no hay cuentas que valgan.

Lo grave no es solo la ausencia de nuevos presupuestos, sino la normalización de este chantaje constante. Un país no puede avanzar con unas cuentas heredadas de hace dos años, elaboradas en un contexto económico y político distinto. La inflación, los cambios en el mercado laboral, las tensiones geopolíticas… todo ha cambiado, menos los presupuestos. Es como intentar gobernar una tormenta con un mapa viejo y roto. Pero claro, eso le da igual a Sánchez, que no gobierna para España, sino para su propia supervivencia política.
Esta legislatura no se rige por un plan de gobierno, sino por una hoja de exigencias de sus socios. Sánchez no presenta presupuestos porque no se atreve a recibir un “no” del fugado de Waterloo. Y no se atreve porque sabe que un “no” de Puigdemont es un “game over” para su carrera política. Así que retrasa, calcula, tantea… esperando que el prófugo le levante el pulgar. La política nacional convertida en una escena de Gladiator.

Gobernar sin presupuestos es dejar el país en piloto automático. Es no tomar decisiones, no asumir riesgos, no dar explicaciones. Es vivir de las rentas mientras el país se estanca. Pero esa es la especialidad de Sánchez: no gobernar, sino resistir. Mantenerse como sea. Aunque eso implique paralizar el Estado, regalar competencias, o arrastrar la dignidad institucional por el barro.
Y lo peor es que lo hace en silencio, con una naturalidad pasmosa. La misma izquierda que gritaba con rabia cuando Rajoy prorrogó unos presupuestos, hoy guarda silencio. No hay editoriales incendiarios, ni tertulianos hablando de “colapso institucional”, ni pancartas pidiendo elecciones. La hipocresía es tal que hasta la mentira se ha institucionalizado. Y mientras tanto, España, esperando a que le aprueben las cuentas en Bruselas… o en Waterloo.

Porque aquí ya no se negocian partidas presupuestarias, se negocian indultos, amnistías, referéndums y más cesiones. Y como todo eso tiene un precio político altísimo, mejor no mover nada. Que nadie se enfade, que nadie se impaciente, que nadie se dé cuenta. Sánchez ha convertido el BOE en una sala de espera. Y el país entero, en rehén de sus cálculos personales.
La falta de presupuestos es solo la punta del iceberg. Debajo hay una renuncia total a la gobernabilidad, una claudicación en toda regla ante quienes odian este país. Cada día que pasa sin cuentas nuevas es un recordatorio de que no manda el Gobierno, sino sus socios. Y no cualquier socio: el que escapó en un maletero.
Esto no es estabilidad, como repite la propaganda. Esto es sumisión.

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Budismo: la religión de los occidentales no religiosos

El budismo, que es lo que vengo hoy a contarles, es una religión aceptada hasta por los que no son religiosos, señal de que al final todo el mundo necesita, lo quiera o no, algo en lo que creer
The post Budismo: la religión de los occidentales no religiosos first appeared on Hércules.  La penumbra de una sociedad se excede cuando busca lo que ya tenía en tierras lejanas. Imagínense que los que desean gazpacho –andaluces; aunque cada vez más extranjeros–, interpretaran su consumo como una búsqueda, atravesando anchos ríos y vastas estepas, hasta dejando atrás continentes y altas cordilleras llegar a la conclusión que el zumo de tomate con otras verduras allí –o lo más lejos posible– sí les parece celestial. Algo así como fumar habanos en la antigua Prusia y en pleno invierno pensando que estás en lo cierto.

El budismo, que es lo que vengo hoy a contarles, es una religión aceptada hasta por los que no son religiosos, señal de que al final todo el mundo necesita, lo quiera o no, algo en lo que creer. Porque los que desean el budismo quince días al año –a la par que las chanclas, la toalla, las gafas para bucear y el medio gramo– asumen que ser religiosos, siempre de aquella manera, les conviene de cara a sus perfiles en X e Instagram. Pero el budismo es otra cosa. Por mucho que los católicos arrepentidos piensen lo contrario.

En realidad, el budismo es una religión, que los seguidores más acérrimos la aúpan a filosofía espiritual dhármica. Sus practicantes de verdad son conocidos entre la inopia general por querer buscar la paz, la armonía, la tranquilidad y el equilibrio, lo cual les ha generado, y sobre todo desde el siglo pasado, un cartel que ni Emilio Butragueño, el cual tuvo una quinta tras de él aunque cero Copas de Europa. Curiosamente en los países donde esta religión ha ido haciendo mella, la paz o los gobiernos democráticos no han sido lo habitual. Pero reconozcamos que el budismo, per se, no se equipara ni de lejos al terrorismo.

El budismo es la cuarta religión más popular del mundo, que según las más proclives estadísticas, alcanza de forma muy raspada al 7% de la población, algo así como los 400 millones de practicantes. Debemos tener en cuenta ante este extraño cómputo, que en la mayoría de los dogmas sus capos se arrogan clasificaciones demasiado exageradas, cuando a la hora de rendir cuentas a las correspondientes haciendas, ofrecen justamente lo contrario.

Pero el budismo atrapa. Eso ya debería haberles quedado claro. Porque hace poco una amiga me ofreció su versión tras visitar un templo secundario de una ciudad terciaria tailandesa: “Hasta el monje me regaló plátanos”. Por lo que, ¿qué hace a los no religiosos el budismo? Algo así como dejar el azucarillo convencido, dando charlas en cada reunión familiar y vecinal contra el azúcar, la droga blanca, para tras tomarte un avión a Brasil, ponerte hasta las cejas de Cachaça. Y sin rechistar lo más mínimo.

Primeramente, los abducidos que buscaron la luz ellos solos, lo desean por el simple hecho de sentirse lejos de su cotidianidad. O lo que es lo mismo: es mejor contar una historia desde el Polo Norte que desde Murcia, aceptando que ambas historias fueran la misma. Pero la población mundial, en general, anda ávida de nuevas sensaciones… aunque sean iguales, o como poco, parecidas.

Para que el budismo haya sido aceptado como un dogma por aquellos que se definen como anti dogmáticos, algo que tiene mucho que ver es que este movimiento convertido en religión se originara en la India. Porque les aseguro que si el budismo hubiera visto la luz en el estado de Nebraska, y ya no les digo en Israel, hoy día su porcentaje de adeptos a nivel mundial no superaría a los fanáticos del Rayo Vallecano, el fabuloso equipo del barrio de Vallecas que juega en un estadio al que le falta una grada.

Para el que escribe, lo más complejo es asumir que el budismo sea una filosofía. Por lo que nos centraremos en su vertiente religiosa, que agrupa varias ramas, como son los Theravada, los Mahayana, los Vajrayana y la Navayana, cuando los países que practican esta religión de manera habitual –o sea, no cada vacación anual–, serían Sri Lanka, Camboya, Laos, Birmania, Tailandia, Tíbet, Vietnam, Mongolia, China, India, Bután y Malasia.

Para asumir la perplejidad del budista nacido en Occidente, no son pocos los que creen, casi siempre desde la distancia, que Bali es budista, cuando nada más lejos de la realidad: son tan hinduistas como parecidos a los animistas: mi Dios es una montaña, un árbol o incluso una piedra.

Debemos reconocer que el budismo parte con ciertas ventajas con respecto, por ejemplo, al cristianismo. Por ejemplo, para los budistas no existe creador, Dios o deidad alguna. Y que sólo a través del nirvana el practicante accederá a la paz y sabiduría infinitas. Sus túnicas azafranadas y el descalzo constante, con sonrisas a cada momento del día, ayudan a que los de fuera crean que el verdadero nirvana se encuentra durante un rezo y sentirles.

Uno de los grandes fundamentos del budismo es entender que el dinero no da la felicidad. Y en estos tiempos que transitamos, repletos de capitalismo absoluto, sin resquicio siquiera al turno de réplica, no deja de ser una heroicidad. Y de ahí viene que en las naciones donde el budismo más se asienta la pobreza, o al menos, la falta absoluta de riquezas, sea lo habitual. Eso sí, sorprende por falsario que casi todos los budistas vacacionales –el occidental es la tempura de la escobilla del baño– adopten estas medidas por espacio de dos semanas, jamás las 24 horas del día y siempre con la tarjeta visa y el seguro médico en la riñonera, por si las moscas o el dengue.

Pero a decir verdad el budismo está siendo sometido, y cada vez más, a unas costumbres occidentales que arrasan hasta en los países donde esta manera de vivir genera pasiones. Hubo un tiempo donde japoneses acudían a China a que maestros budistas les formaran. Hoy día en China, el budismo pasa completamente desapercibido cuando en Japón, algo más respetuosa con los credos, las tarjetas de crédito y los trajes y corbatas occidentales tienen mucha más presencia que las visitas a sus reconocidos templos.

Porque algo debe quedarles claro: el movimiento budista, de base, es más original y humano que la mayoría de religiones. Eso sí, para empaparte de su verdad debes transitar por sus templos o adentrarte en las comarcas más perdidas de la mano de sus guías espirituales, allí donde el iPhone sigue siendo ignorado. Pero la verdad hoy día no la marcan ni el legado de Buda ni del Dalái Lama; en todo caso, Netflix y todos esos artilugios que someten con orejeras a todos aquellos que se creen libres además de alejados de toda religión. Por eso lo de alumbrarse en la lumbre budista cuando vacacionan. Por eso y nada más.

Tíbet, cuando en el anterior párrafo citaba a su Dalái Lama, que cómo no, lleva casi toda su vida residiendo en el exilio, es uno de los mayores ejemplos del budismo, aunque todos aquellos que se acercan hasta Tailandia, sobre todo cuando el invierno en Europa atropella, jamás les verás siquiera fotografiándose en Lhasa, capital de un Estado ninguneado –y masacrado– gracias a tipos como ellos, tan imparables contra las injusticias como asiduos al Ikea.

Porque invertir tus vacaciones en la zona del mundo con la mayor media de altura por encima del nivel del mar de la Tierra –4.900 metros– disminuye si además, es China la que prohíbe a los visitantes solidarizarse con un pueblo esquilmado, primero, gracias a las prácticas de sus capos, ancladas en lo medieval, cuando la desgracia absoluta les llegó cuando China les conquistó e impuso su manera de ser, antípoda de la suya. Existían otras naciones que habrían sido más favorables a las culturas tibetanas, pero Luxemburgo, por lo que sea, prefirió ser la sede de numerosas instituciones europeas, o Mónaco, de casinos y lujosos yates.

El budismo, a fin de cuentas, es otra forma de vivir la vida un par de semanas al año. Que luego llegas a Madrid, prendes el incienso y pones Telecinco. Pero reconozcamos la verdad: máximo respeto a un movimiento que no empuña las armas ni para sacarse de encima a las ladillas caucásicas que de vez en cuando se aposentan en sus templos con actitudes peregrinas. Porque la brecha existente entre el budismo practicado en Occidente y el asiático es abismal, señal de que los nuestros lo han interpretado como más les ha convenido.

Y para los que con el máximo de los respetos desean visitar sus más sobresalientes templos sin hacer el más completo de los ridículos, les propongo uno por nación: Wat Pho en Tailandia, Todaiji en Japón, Borobudur en Indonesia, y el excelso Angkor Wat en Camboya. Luego, si de verdad quieren llegar hasta el fondo, siempre les quedarán Bután, Nepal y el Tíbet, y la Gran Estupa de Sanchi, en la India.

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