Del cine, la locura y los sueños (I)

El cine norteamericano de finales de los años 70 pareció abrir una etapa final en su hermetismo, tras el fin de la Edad Dorada y la destrucción del Nuevo Hollywood
The post  Del cine, la locura y los sueños (I) first appeared on Hércules.  Tras la estela del propio Peter Weir, autor de Picnic en Hanging Rock (1975), así como de importantes cineastas británicos como Terry Gilliam, Ken Russell y muy especialmente Nicholas Roeg, el cine norteamericano de finales de los años 70 pareció abrir una etapa final en su hermetismo, tras el fin de la Edad Dorada y la destrucción del Nuevo Hollywood, por medio de dos películas fascinantes: Tres Mujeres (1977) y La novena configuración (1980). Curiosamente ambas nacen de un sueño.

William Peter Blatty era un guionista de comedias proveniente de un entorno familiar desestructurado que cambió de raíz el rumbo de su vida tras un impactante encuentro con el Diablo. De esa experiencia, según él real, nació la novela que acabaría alumbrando una de las películas más terroríficas de todos los tiempos: El exorcista (1973). Hoy todos recordamos el rostro del Maligno que William Friedkin insertí hasta en un total de tres veces a lo largo del montaje original de la película, que desde hace unos años por fin se encuentra a disposición del espectador.

Sin embargo, Peter Blatty quedó descontento por la adaptación de su obra literaria, por lo que acabó por ponerse tras las cámaras en una de las películas más misteriosas, The Ninth Configuration, una historia de profundo trasfondo religioso donde se parte de una premisa shakesperiana en la que aparece Hamlet fingiendo estar loco para no enloquecer. Se trata de una de las obras más extrañas y, a su manera, bellas jamás rodadas.

La película, una comedia que esconde un trasfondo profundamente dramático a la par que traumático, cuenta la historia del coronel Hudson Kane, excombatiente de Vietnam enloquecido por la guerra, que llega a un castillo medieval reconvertido por el Gobierno en institución psiquiátrica, para dirigir un manicomio donde él está más loco que sus pacientes, de los que no se sabe si de verdad han enloquecido o si sólo fingen no estar cuerdos. En el filme, el realismo crudo más extremo se da la mano con el surrealismo más lúdico.

Una vez allí, el coronel trabará amistad con un piloto de la NASA que se negó a viajar al espacio (a diferencia de aquel otro que apareciera en El Exorcista y al que la niña anuncia una muerte segura en el espacio), para acabar encarnando, como ya ocurriera con el Padre Karras, un sacrificio crístico en nombre de la comunidad; y, aunque la puesta en escena de Peter Blatty es mucho menos refinada, desde el punto de vista técnico, que aquella empleada por William Friedkin para su magnus opus, mantiene una pureza visual digna de elogio.

A la postre del visionado, ni la parábola sobre la fe ni su relación con el Proyecto MK-Ultra y otros proyectos secretos son excusas suficientes como para reducir la complejidad de la película a una simple alegoría religiosa con un evidente mensaje moral y trascendente. Y eso es gracias a su inmenso potencial onírico. Peter Blatty es un místico del cine y la literatura; encaja su propia relación con el Espíritu en la forma artística correspondiente a un momento preciso de su existencia y de su tiempo histórico; y, sólo por eso, ya merece la pena estudiar a fondo su obra.

De la misma forma, el joven Robert Altman, un cineasta decisivo en el cine actual gracias a su influencia sobre directores de la talla de Paul Thomas Anderson, plasmó en celuloide un sueño que tuvo mientras su mujer, Kathryn, estaba hospitalizada a causa de una úlcera, tres años antes de que se estrenara la ópera prima de Peter Blatty. El resultado fue 3 Women, obra clave del cine independiente norteamericano, o sencillamente en el gran cine a secas, sin la que no se entenderían algunas de sus cumbres más recientes: Inland Empire (2006), Synecdoche, New York (2008) y Beau tiene miedo (2023), por citar algunos ejemplos destacados.

La trama de Tres Mujeres, esa rara avis en la densa filmografía de Altman, una suerte de película de David Lynch antes de que lo lynchiano eclosionara, en el sentido de que consigue trasladar por primera vez un imaginario mítico y surrealista a la Norteamérica posterior a la Guerra de Vietnam, habla de vidas difuminadas, tiempos superpuestos e identidades que se solapan… En una película donde los colores, los espejos, los gemelos y el agua son tan protagonistas como cualquiera de los personajes que vemos en pantalla, encarnados por Shelley Duvall, Sissy Spacek y Janice Rule.

En la película, Pinky Rose representa la constelación de la estrella y el signo de Acuario. Ella es una Sophia caída en la desgracia de la materia, a la manera de El mago de Oz (1939): ingenua joven proveniente de Texas que se traslada al desierto de California, en Palm Springs, para trabajar en un geriátrico donde conocerá a Millie, una mujer mucho más “liberada” a la que tratará de acercarse y más tarde vampirizar. Ambas vivirán en un complejo de edificios a cargo de Willie, una mujer embarazada que pinta imágenes míticas de carácter femenino en las que descansa el significado oculto de la película.

Willie es la menos presente y también la más relevante de las tres mujeres que dan título a la película: la esperanza, la luz y la guía; Millie, vestida de amarillo en todo momento, resulta invisible para todas las personas de su entorno, especialmente para los hombres, y llena ese vacío consumiendo compulsivamente productos precocinados y leyendo revistas de moda a la manera del personaje de Grace Kelly en La ventana indiscreta (1954). Se puede decir que, en cierto sentido, ha sido programada mediante trauma.

Por su parte, Pinky, ataviada de color rosa en un juego constante con su nombre, protagonizará el “sacrificio” que divide en dos mitades la película, utilizando el célebre efecto de la Banda de Möbius que a su vez Lynch utilizaría en Carretera Perdida (1997); y lo haría, más concretamente, arrojándose sobre la figura de una ondina grabada en el fondo de la piscina; un guiño, quizás, a la vía húmeda de la iniciación, según palabras de René Guénon, para a continuación desplegar su sexualidad a imitación de Millie, que a cambio quedará relegada a un lado, mientras que Pinky asume el nombre de Mildred y se transforma en una verdadera femme fatale hasta el desconcertante y paradójico final de la película, de enormes resonancias míticas.

Ni siquiera Altman, el propio director interrogado por la enmudecida crítica y el extrañado público de la película, fue capaz de revelar el significado que tiene ese perturbador final: ¿ha sido lo acontecido un sueño y nada más que eso?, ¿es un ciclo cósmico en eterno retorno?, ¿son todo figuras atrapadas en el tiempo?, ¿es un solo personaje desdoblado en tres planos distintos?, ¿cuenta la historia de un asesinato narrada desde una perspectiva original?, ¿o se trata acaso de una crónica familiar contada desde un punto de vista insólito? No existen las respuestas sencillas: cada espectador debe completar el símbolo desentrañando, de manera personal, la otra mitad del significado de la película.

En varias ocasiones posteriores al estreno de Tres Mujeres, Altman declaró que él mismo se sentía un espectador más de la película; y, por ende, incapaz de cerrar el significado de la misma, a la que jamás había podido dejar de percibir como una plasmación externa del sueño que le acosó una noche en la que su mujer permaneció ingresada en el hospital. Y de ese sueño, como en el caso de Picnic en Hanging Rock, la película de Peter Weir que mencionábamos al principio, nace una película que marcó un antes y un después en el devenir del cine hermético.

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