Del cine, la locura y los sueños (y III)

Gracias al descubrimiento de una nueva forma de concebir cine hoy todavía es posible acceder a la visión lírica de la existencia
The post Del cine, la locura y los sueños (y III) first appeared on Hércules.  Hay tres temas de carácter sociológico en el cine de Stanley Kubrick: la violencia, el sexo y el dinero como correlato del poder. Según Miguel Naveros, autor de La ciudad del sol (1999), una ficción puede ser cervantina o shakesperiana, atendiendo al estrato social de sus protagonistas: nobles o plebeyos; ricos o pobres. Eyes Wide Shut (1999), qué duda cabe, pertenece a la segunda clasificación, puesto que trata sobre hombres de dinero y de poder: la burguesía y sus vicios es una constante en el filme.

El tema de la película es, siguiendo la novela original de Arthur Schnitzler, Relato Soñado (Traumnovelle, 1925), la fantasía o, por mejor decir, el deseo entendido como impulso. Todos los coqueteos y las riadas de deseo de Bill Harford (Tom Cruise) son puras fantasías sin consumar; algo que la emparenta con el cine de David Lynch: Carretera Perdida (1997) o Mulholland Drive (2001) guardan no pocas similitudes con la cinta póstuma de Kubrick.

Al final de la película Alice (Nicole Kidman), su mujer, le dice: «Para siempre no», ante la propuesta de él de un amor eterno, porque esa es la gran fantasía sin parangón. Eyes Wide Shut es una de las películas más fascinantes de la Historia del Cine y, por tanto, una de aquellas sobre las que más tonterías se ha dicho. Trataremos de superar con creces dicho escollo en nuestro análisis que, en ningún caso, aspira a ser cerrado o coherente —aunque tampoco quiere ser una apología de lo contrario— en todos sus planteamientos, porque no creemos que la propia película siga tampoco ninguna de dichas máximas. No deja de ser un sueño. Como dijo Eugenio Trías, «Eyes Wide Shut demuestra que la única interpretación posible de una obra de arte es siempre otra obra de arte».

En la película de Kubrick la erótica es constante de forma explícita; pero también de forma implícita: vemos una escena de sexo en la calle y, sobre todo, como esa escena atormenta y exalta las imágenes mentales que Harford/Cruise, presa de la fantasía, proyecta de su mujer con un militar: una fantasía de ella que él ha pasado a asumir de forma masoquista. Además, se sugiere que la camarera que indica el Hotel donde se aloja el pianista lo conoce porque ha tenido sexo allí con él… Ya que, ¿de qué lo iba a conocer en caso contrario?

En el velatorio la mujer dice: «Es demasiado irreal». Es una de tantas ironías colocadas por Kubrick en la película, así como una advertencia, compartida por la propia dupla protagonista, sobre la realidad de lo que estamos viendo en pantalla después del consumo del porro al poco de empezar la película. Dicho canuto permite entrar en el sueño a Hartford junto a su mujer: dos viajes oníricos distintos, aunque nosotros seguimos, en cuanto que espectadores, al hombre (lo masculino), con el que Kubrick quiere que nos mimeticemos. El espejo representa la dualidad, lo otro, la alteridad, el opuesto alquímico, la otredad.

Un escritor asexual, a la manera de Henry James o de Salvador Dalí, como lo fue Jorge Luis Borges, dejó escrito en su fascinante relato Tlön, Uqbar, Orbis Tertius que «Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». La asociación de la cópula con los espejos es muy acertada tal y como lo expresa el argentino, por el juego de dos cuerpos que se vuelven uno, así como por la capacidad multiplicadora de placer que tiene el espejo a ojos de unos amantes que se ven clonados por él. Al mismo tiempo, el espejo puede representar la multiplicidad de una identidad disociada e incluso subyugada a consecuencia de un trauma.

Ese simbolismo constante, que tiene el efecto de desconcertar al espectador medio, va unido a la épica de un viaje tan dantesco como homérico, puesto que es una travesía que culmina con un nóstos (o vuelta al hogar), con el sexo como símbolo de reconciliación de lo que estaba separado, precisamente a causa del deseo, del impulso, del daimón socrático. También Odiseo flirtea y hasta cópula durante décadas con las diosas (véase: Calipso) durante su viaje, antes de regresar a Ítaca, donde le aguarda la paciente Penélope. Sin saber si ella alguna vez le ha sido infiel. Kubrick, por supuesto, nos diría que lo fue.

Cuando uno despierta a la verdad de que todo cuanto nos rodea no es más que el fruto de un extraño sueño cuyo soñante no podemos desvelar, no queda otra opción que abandonar la condición del durmiente. Y el regreso a esa otra apariencia más allá del sueño en la que tampoco nada nos convence en profundidad se hace preciso una vez más. Es algo que uno concluye al ver películas de fuerte impacto psicológico, como los dos filmes protagonizados por la actriz Olivia de Havilland entre 1946 y 1948: A través del espejo (The Dark Mirror) y Nido de víboras (The Snake Pit). Si el primero es un thriller clásico acerca de la muerte de un médico, el segundo filme narra la historia de una escritora encerrada en un hospital psiquiátrico por un trauma de su pasado.

Los cinéfilos vivimos la vida con los ojos bien cerrados y el cine con la mirada atenta. Así, como en un trance religioso de los que los feligreses viven sólo una vez en la vida tras una existencia consagrada a la plegaria y la contrición, viví las secuencias de Stalker (1979), una falsa película de ciencia-ficción cuyo mensaje poético y metafísico, y cuyas imágenes como venidas desde otro universo, me atravesaron sin remisión en aquel inolvidable primer visionado.

Y lo mismo me ocurrió cuando me enfrenté a otra joya desconcertante del cine soviético, Sayat Nova (1969), de Sergei Parajanov, en la que de nuevo me vi transportado al interior de una mirada sobre la vida que parecía directamente venida de otra realidad paralela. O, tiempo después, cuando vi la joya del cine mudo Una página de locura (1926), de Teinosuke Kinusaga, donde el trabajador de un psiquiátrico se obsesiona con una paciente al punto de que, tras la muerte de esta, recibe la visita de su fantasma.

Las películas que en lo personal más me interesan son como puzles irresolubles que giran en torno a la enfermedad mental, el trastorno, el trauma, la disociación y esos lugares residuales en los que el Poder demuestra la cordura de los locos y la perversa enfermedad de la noción misma de autoridad: los psiquiátricos.

Me refiero a filmes clásicos e imperecederos como Las tres caras de Eva (The Three Faces of Eve, 1957) o Después de la oscuridad (Home Before Dark, 1958) donde se percibe cómo, a través de la figura femenina, la sexualidad reprimida es reconducida hacia el desorden mental por parte de gruesas figuras paternales que se creen con la potestad de decidir qué es lo sano y qué lo desquiciado en el marco de una sociedad excesivamente racional; y eso es algo que, en cierto sentido, trataría años después el genial Ingmar Bergman en la que todavía hoy es una de las más grandes películas jamás filmadas: Persona (1966), con Bibi Andersson y Liv Ullmann. Algo había en el ambiente en los años 60, algo mágico, de enorme poder, y no precisamente casual.

Gracias al descubrimiento de una nueva forma de concebir cine hoy todavía es posible acceder a la visión lírica de la existencia, donde los acontecimientos quedan en un segundo plano frente a aquello que, años después, descubrí que el propio Andréi Tarkovsky había llamado «esculpir en el tiempo», esto es: la capacidad trascendente del arte para alcanzar lo sublime sin querer encapsular su enormidad en un conjunto de conceptos humanos más o menos torpes. Ahí es donde recala el espíritu trágico que conecta la horizontalidad de nuestras peripecias con la verticalidad de su sentido más profundo: el verdadero mensaje oculto que desvelan el cine, la locura y los sueños.

The post Del cine, la locura y los sueños (y III) first appeared on Hércules.