El daimon de Dylan

Esclavo de su daimon, el Eros que une todo lo existente, Dylan vivió sus primeros años consagrado a la fuerza daimónica por excelencia: el impulso sexual. De eso nos habla también A Complete Unknown
The post El daimon de Dylan first appeared on Hércules.  El género cinematográfico del biopic (biographical + motion picture) o película biográfica traspasa con mucho los límites estipulados de lo narrativo: es la hagiografía de la sociedad secular; y, por lo tanto, un producto estrella ineludible en la mesa de comida rápida cultural que los Estados Unidos de América llevan sirviendo al conjunto de Occidente, junto a buena parte del resto del mundo, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Ejemplo de ello es la reciente novela Biografía de X (2024), de Catherine Lacey, que radiografía la vida de una artista ficticia, en realidad una síntesis de otras tantas artistas norteamericanas recientes: Cindy Sherman, Sherrie Levine, Laurie Anderson y sobre todo la gran Kathy Acker. Incluso la contracultura ha adoptado ese relato mítico del “self-made-men”, que recuerda tanto al “viaje del héroe” trazado por el ínclito Joseph Campbell (no confundir con las latas del mismo nombre), que ahora también ha dado lugar a la mujer hecha a sí misma.
Nosotros, los europeos, aquellos culturalmente colonizados y sociopolíticamente subyugados desde el Día D (el así llamado “Desembarco de Normandía” del 6 de junio de 1944) en adelante, consumimos con deleite las vidas diseñadas y los milagros simulados de esos mismos dioses de barro que la industria hollywoodense traza con destreza variable para alimentar nuestra devoción.
Más allá de su irregular resultado, lo cierto es que los colonizados más integrados que apocalípticos, entre los que me incluyo, echábamos en falta un filme sobre la figura del gran aedo o chansonnier de nuestro tiempo: Bob Dylan. Porque la colonización, al fin y a la postre, no deja de sustentarse sobre la absurda dependencia que el siervo desarrolla con respecto a su amo, la misma relación sadomasoquista que muestra la víctima que muere bajo la tiránica mordida del vampiro.

Necesitábamos, pues, que James Mangold, eficiente hagiógrafo que no se ha destacado más allá de en su notable Le Mans ’66 (2019) más que por firmar correctas películas de estilo sobrio, encontrara para su película de Dylan a un actor a la altura de la proeza que realizara en su momento el sobrevalorado Joaquin Phoenix a la hora de dar vida a ese inconmensurable bluesman, a ese alcohólico católico que fue Johnny Cash.

Así es: los hispanos dylanizados, impenitentes integrantes del underground más mainstream, a la manera de Enrique Vila-Matas, Mariano Antolín Rato o Rodrigo Fresán, necesitábamos, aunque todavía duela reconocerlo y aún más decirlo en alta voz, que llegara el tan odiado (no sin razones) como en el fondo infravalorado (por las razones anteriormente mencionadas) Timothy Chalamet para que efectuara la actuación de su vida (hasta la fecha) poniendo voz y extravagancia a su particular versión de Robert Zimmerman, alias Bob Dylan.
Dylan es el artista pop por excelencia, un cantante cambiante, para todos y para nadie, con mil rostros y ninguno, tan mutable como la propia cultura volátil en la que se encuadra. Sólo le falta dejar de trabajar, optar por un silencio autoimpuesto antes de la muerte, a la manera de Robert Walser, para haberse embarcado, en un momento u otro, en todos los estilos imaginables.
Nunca toca la misma canción dos veces, el autor de The times they are a-changing, un chamán que nunca realiza por duplicado el mismo gesto, ni ante el mismo público, justo al revés de lo que hace Mangold, o igual que, para qué engañarnos, casi todo el mundo al seguir un patrón autoimpuesto en sus particulares empeños creativos; en eso, hay que reconocerlo, las manidas Inteligencias Orgánicas tampoco nos diferenciamos demasiado de las incipientes Inteligencias Artificiales.

Desde mi cómoda poltrona de espectador deduzco, a partir de la limitada propuesta de Mangold a propósito de Dylan, que no debe resultar sencillo construir toda una película a partir de una anécdota; ese privilegio, por supuesto, está reservado únicamente a los talentos naturales, como el de Albert Serra, que consiguió arañar la proeza en su excelente La mort de Louis XIV (2016), que además de ser una perfecta paradoja, en tanto que naturaleza muerta en movimiento, es un gran biopic y una extraordinaria reflexión sobre las limitaciones del poder absoluto ante el imparable poder de un absoluto aún mayor: la muerte.

Por todo lo anterior sólo puedo afirmar que A Complete Unknown (2024) no es mucho más que un disco de grandes temas de Dylan en la voz de alguien que consigue parecerse mucho al cantante, café para cafeteros tan válido para cadetes que no conocen nada del autor de Like a rolling stone como para los muy veteranos que nunca se cansan de los ingenios líricos del rapsoda interpretado por un excelso Chalamet que mereció el Óscar finalmente destinado para una actuación mucho más gris y monocromática que la suya.
Viendo la película de Mangold uno entiende sin demasiados esfuerzos por qué los hermanos Ethan y Joel Cohen desistieron de su interés inicial por hacer una biografía filmada de Dylan, hace ahora más de una década, para en su lugar dedicar la tragicómica Inside Llewyn Davis (2014) a uno de sus más destacados predecesores: Dave Van Ronk.
Si el exitoso Dylan, ese genio compuesto de multitudes, voló alto desde muy joven, el fracasado Van Ronk se la pegó una y otra vez contra el frío y duro hormigón al intentar alzar el vuelo a la caza de las musas y sus más ostentosas dádivas; y justo por eso es que la película de los Cohen resultó mucho mejor que la de Mangold, si bien Chalamet aparece tan inmenso en su actuación de joven recién llegado al ambiente neoyorquino de la música folk como antes lo hizo Oscar Isaac.

Lo más interesante de la película de Mangold, en realidad apenas es un detalle en el conjunto de ese viaje que va del pie de cama de un enfermo Woody Guthrie a la controversia que supuso el célebre paso en acto del folk al rock en el célebre Festival de Música de Newport acontecido el 25 de julio de 1965: el daimon de Dylan. Un daimon, a la manera de Sócrates, de Philipp Mainländer y sobre todo de Plotino, que en el caso de Dylan, como se muestra en A complete unknown, no es otro que Eros.
Un hombre es la unión de un daimon particular con un espíritu concreto. Ahora leamos a Patrick Harpur «Las obras de arte son santuarios daimónicos, como las estatuas de los antiguos que se forjaban para, mágicamente, atraer y contener a un daimon o dios…» (Realidad daimónica, 1995). Y leamos también al injustamente olvidado Ludwig Klages: «Eros es elemental o cósmico en la medida en que el individuo que es atrapado por Eros experimenta, por así decirlo, una corriente pulsante e inundadora de electricidad.» (Ritmos y runas, 1944).
Porque, como afirmaba el protagonista de esa obra maestra que es Desgracia (1999), la novela del Premio Nobel de Literatura (Dylan también lo es, no lo olvidemos) J.M. Coetzee, «Sólo soy un sirviente de Eros.» Algo que en la película de Mangold queda patente cuando vemos a Dylan salta de cama en cama, sin descanso, de disco en disco, sin apenas sosiego, invirtiendo sus días y noches en el oficio intercambiable del trovador: la conquista y la composición, el amor y el arte, el cortejo de las amantes y el cuidado de las musas. Esclavo de su daimon, el Eros que une todo lo existente, Dylan vivió sus primeros años consagrado a la fuerza daimónica por excelencia: el impulso sexual. De eso nos habla también A Complete Unknown.

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