La familia: la última trinchera frente al Estado

La familia es lo más difícil de destruir, por eso van a por ella con todo
The post La familia: la última trinchera frente al Estado first appeared on Hércules.  En una sociedad cada vez más anestesiada, donde el Estado se cuela por todas partes como el vapor por las rendijas, hay un lugar que aún resiste: la familia. Por eso la atacan con tanta saña. Porque la familia es, a día de hoy, la última trinchera que impide que el poder político lo controle absolutamente todo.

Sí, la familia. Esa institución tan básica y tan poderosa a la vez. El lugar donde aprendemos a querer, a obedecer, a rebelarnos, a hablar, a pensar, a protegernos. El sitio donde se transmite la cultura, donde se inculcan valores, donde se forma el carácter. Y, sobre todo, donde el Estado no pinta nada. O no debería pintar.

Por eso molestamos tanto los que la defendemos. Porque quien tiene una familia fuerte, unida, libre, es mucho más difícil de domesticar. No necesita tanto al Estado. No espera que papá gobierno le resuelva la vida. Tiene redes propias. Tiene raíces. Tiene una historia que contar y una forma de vivir que no encaja bien en el manual del ciudadano dócil que algunos quieren imponer.

Y ojo, no es paranoia. No es ninguna teoría conspiranoica. Es simplemente mirar los hechos. ¿Te suena esa frase que soltó una ministra hace un tiempo? “Los niños no pertenecen a los padres.” Tal cual. No lo dijo una tuitera random. Lo dijo una ministra del Gobierno. Y no es un desliz. Es una declaración de intenciones. Porque si los hijos no son de los padres, ¿de quién son? ¿Del Estado? ¿Del sistema? ¿De una comunidad abstracta que todo lo ve y todo lo decide?

Este tipo de frases no salen de la nada. Responden a una visión del mundo en la que la familia estorba. Estorba porque representa un núcleo de poder que no se puede controlar desde arriba. Porque en la familia se educa sin pedir permiso. Se transmite una identidad que no viene dictada por ninguna agenda. Y se protege a los hijos de las locuras del momento. Eso es lo que quieren romper.

Y no se trata solo de palabras. Mira las leyes. Mira cómo han ido vaciando la patria potestad. Cómo han blindado la capacidad del Estado para meterse en lo que se enseña en los colegios, en lo que se puede decir en casa, en cómo tienes que criar a tus hijos. Siempre con buenas palabras, claro: que si por el bien del menor, que si por la igualdad, que si por la inclusión. Pero al final, todo va en la misma dirección: tú como padre o madre molestas. Sobras. No eres de fiar.

Quieren convertirnos en individuos aislados, sin raíces ni vínculos reales, colgados de la red estatal como quien cuelga de un hilo. Quieren que miremos al Estado como único referente, única protección, único salvador. Pero para eso hay que destruir todo lo demás. Y la familia es lo más difícil de destruir. Por eso van a por ella con todo.

Pero hay una cosa que no pueden cambiar, por mucho que lo intenten. Por muy adoctrinado que estés, por mucha propaganda que te hayas tragado, cuando oyes el grito desesperado de tu madre, reaccionas. Cuando tu padre te mira serio y te dice “no lo hagas”, te remueve algo por dentro. Por mucho que te sientas integrado en cualquier grupo, por mucho que te creas parte de una comunidad impuesta desde arriba, cuando hay problemas de verdad, confías más en tu hermano que en un funcionario. Más en tu hijo que en un político. Porque la familia no se borra. No se sustituye. Está impresa en lo más hondo.

Defender la familia hoy es un acto de rebeldía política. Es una forma de decir: mis hijos son míos. Yo decido cómo educarlos. Yo decido qué valores transmitirles. Aquí no entra el Estado. Aquí mando yo. Es levantar un muro frente a ese poder que no se conforma con administrar lo público, sino que quiere colonizar también lo íntimo, lo privado, lo más sagrado.

La familia es nuestra última defensa. Y por eso hay que protegerla como oro en paño. Porque mientras haya familias que resistan, todavía habrá libertad.

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