Todo hombre, expone el sistema platónico, es el campo de batalla entre dos fuerzas opuestas: lo que el cristianismo denominaría, en términos deudores del maniqueísmo, a través de San Agustín de Hipona y sus herederos intelectuales, como Bien y Mal
The post Más allá del Bien y del Mal first appeared on Hércules. La negación explícita que algunas de las grandes religiones hacen hoy del Infierno es una prueba casi tangible de la decadencia imperante. En su defecto se afirma la existencia de un lugar recóndito, puede que incluso vacío, del que toda noticia apenas sobrepasa la categoría de una vaga especulación. Contrasta esta simpática postura con la realidad cotidiana, puramente infernal, donde el desorden espiritual y el malestar mental pasan por ser el pan nuestro de cada día. Se niega la existencia del Infierno desde unas sociedades donde lo que impera es precisamente el más puro Infierno incrustado en el aquí y ahora, en lo material y sobre todo en lo espiritual: «El mundo entero yace en poder del Maligno» (Epístola 1 de Juan 5:19).
El Reino de Cristo no es de este mundo, como se señaló desde el primer momento de su anunciación, pero eso no significa que no se deba aspirar a él en esta vida, sino más bien todo lo contrario; y cuando realmente se pretende ejecutar su existencia por medio de la esperanza lo único que se acaba acometiendo son las consabidas empresas utópicas, en buena parte responsables de que en la actualidad la vida terrestre sea infernal. Es algo a lo que también apunta Ananda K. Coomaraswamy: «Hemos decidido sustituir un cielo futuro que nunca conoceremos por un infierno presente». Porque hoy para afirmar la existencia del Infierno no hace falta más que salir de la caverna y abrir los ojos que tenemos bien cerrados.
La secularización encuentra conveniente someter a su absurda lógica de la abstracción a lugares tan bien delimitados como Cielo e Infierno, sobre los que los santos, místicos y teólogos escribieron tanto y tan bien; en consecuencia, el sujeto contemporáneo, que es puro residuo, no contempla esos lugares o locus como estados interiores de su propia alma, lo que realmente son. Si la lógica de la oposición controlada, tan grata al Sistema, lleva siglos implantando dicotomías y marcos dialécticos prefijados y de fácil control en el marco de lo que Pedro Bustamante llamó «obscenario», para mejor atajar nuestra realidad, debemos entender que la propia noción de Cielo e Infierno es en el fondo un constructo erigido por los arquitectos de la sociedad para mantenernos atrapados en el verdadero Infierno del que nadie nos hablará.
Todo hombre, expone el sistema platónico, es el campo de batalla entre dos fuerzas opuestas: lo que el cristianismo denominaría, en términos deudores del maniqueísmo, a través de San Agustín de Hipona y sus herederos intelectuales, como Bien y Mal; y es que con la dualidad, como es sabido, comienza el conflicto, esa pugna interior que es siempre y en todos los hombres, en cualquier época, en todas partes, y esculpe un relato de salvación que es a un tiempo personal y colectivo, propio de cada individuo y a la vez significativo para el conjunto de la civilización. Hay mucho espacio en el corazón de cada ser humano: caben Dios y el Diablo, el Cielo y el Infierno en cada instante.
Algunos textos fundamentales como El libro de Job, que tanto inquietaba a Carl Gustav Jung, o el Fausto (1808-32), de J.W. Goethe, que para Oswald Spengler supone el epítome de la actitud típicamente occidental frente al mundo, plantean ya desde sus primeras líneas una extraña simbiosis entre lo angélico y lo demoníaco que no debe hacernos perder de vista un dato fundamental: esa síntesis de lo maligno que es Satanás, el adversario, no es otra cosa que un Ángel Caído; igual que sin la perturbadora presencia de Judas en la Última Cena, con la traición ya certificada, jamás habría podido completarse la Pasión de Cristo, como evidencia Martin Scorsese en su película La Última Tentación de Cristo (1988), y retomará más adelante en su película sobre la cuestión jesuítica, Silencio (2016).
Es la Caída, la pérdida originaria del Paraíso entendida como una forma de «control mental mediante trauma», lo que abre la puerta al Mal, incluso marca una tendencia hacia él, sin la cual tampoco habría aspiración posible a la virtud. De las dicotomías, cabe recordar, se sale por una síntesis que es tanto anterior como posterior a esa lucha entre tesis y antítesis que también están en cada hombre, compuesto de cuerpo, espíritu y alma, como en la propia sustancia de la divinidad, que comprende Padre, Hijo y Espíritu. En el Paraíso, se nos cuenta, junto a Adán y Eva estaba Lilith, que en muchas ocasiones sucede a la serpiente Lucifer, cuando no está directamente confundida con ella. El andrógino, cada vez más divinizado por la Modernidad, tiene mucho de síntesis entre lo masculino y lo femenino, hoy en abierto conflicto.
La vertical de la existencia se encuentra en un tiempo y en un espacio concretos, en la iniciación y en el templo, en el amor y en la guerra, en todo aquello que nos aparta de la horizontalidad que todo lo consume para el «ser-para-la-muerte». Según esta lógica, que es también la de Jakob Böhme, Giordano Bruno, Maestro Eckhart o Emanuel Swedenborg, primero es necesario extraviarse en la perdición para más adelante lograr reintegrarse en la salvación. Sin la bendición de la Caída no sería posible hallar la gracia de la redención. Eso que algunos filosofastros para académicos como Georg Wilhelm Friedrich Hegel o Karl Marx esbozaron en términos de secularización, por medio de la dialéctica, no dista mucho, en su mejor plano, de asemejarse a esa célebre «coincidentia oppositorum» acuñada por Nicolás de Cusa y a la que tanta importancia dieron los alquimistas.
Como receptor de todo este legado fue precisamente Jung quien se refirió al «Mysterium coniunctionis» desvelado a través de un original análisis de la «doble naturaleza» de Cristo, como la parte más esotérica y por lo tanto fundamental de su propio trabajo. Es el Misterio de los misterios: el de lo Uno y lo diverso, el de la Totalidad comprendida a través de la suma de sus partes, la inmersión más profunda en el terreno del «álter disociado» y del «Doppelgänger» que se haya hecho públicamente hasta la fecha. Eso a lo que se refería Friedrich Nietzsche, por medio de la figura de Zaratustra, retomando así un viejo concepto gnóstico, al hablar de un Espíritu que por fin rezuma libertad, una vez se ha colocado a sí mismo «Más allá del Bien y del Mal».
El Maligno es el dragón, que es el yo, que es el diablo, que es aquello que habitualmente llamamos identidad y nos ancla a las realidades más subpersonales del ser. Si hay un Cristo interior, cabe concluir, que es el grado más esotérico y espiritual de la religión, también hay una necesaria contraposición: el Anticristo interior. Cuando se dice que el «hombre es el animal más peligroso», como se afirma en la película El malvado Zaroff (1932) basada en un relato de Richard Connell, se está afirmando que el diablo encarna en las personas cuando éstas deciden cometer actos inhumanos, como parecen afirmar David Lynch y Mark Frost en la serie Twin Peaks (1991) cuando el personaje de Bob viola y mata a Laura Palmer a través de su padre “poseído”.
Una vez más Böhme, citado por Coomaraswamy resulta concluyente en este punto: «Este vil egotismo posee el mundo y las cosas mundanas; y habita también en sí mismo, que es como habitar en el infierno». Si este mundo es infernal es porque reina el ego sobre el espíritu, el odio sobre el amor, la división sobre la unión y el desorden sobre la armonía comenzando por el corazón de cada uno de nosotros, por el interior de quien escribe este artículo, y también por el de quien lo lee, atrapados, los dos, por esa conveniente «falsa oposición» entre Bien y Mal, Dios y Demonio, por la cual importan más las militancias abstractas que los hechos concretos. Y nada hay más pérfido que la afirmación impune de esa mentira.
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