Desde el siglo XVI en adelante las disciplinas se han fragmentado y la magia ha caído en el mayor de los descréditos; aunque no por ello sea menos empleada por aquellos que se rigen a través de un calendario astrológico con el fin de hacer coincidir macro y microcosmos con objeto de llevar a término sus interesadas cábalas particulares
The post Nociones fundamentales acerca de la magia en Occidente first appeared on Hércules. Comenzaremos por una cita de Jakob Böhme: «La magia es la mejor teología, pues en ella se funda y se basa la fe verdadera». La actitud fundamental del hombre hacia la trascendencia se canaliza mediante la magia, no mediante la religión, y por eso el principal cometido de la religión en su papel domesticador de la sociedad será emplear nociones como la de “culpa” o “pecado” para condenar todo tipo de magia blanca que pueda suplir las carencias del dogma. Hoy el papel de la religión está en manos de un conglomerado científico-técnico que se arroga para sí la potestad de determinar las categorías mentales del individuo concreto y la sociedad en su conjunto.
Más adelante añade Böhme: «Es tonto quien injuria la magia, pues no la conoce y blasfema contra Dios y contra sí mismo, y es más un malabarista que un teólogo de entendimiento». Esos mismos trileros más centrados en la dialéctica o en la especulación que en la operatividad de las ideas se confunden entre sí desde el principio de los tiempos: sofistas, dogmáticos, inquisidores, librepensadores, intelectuales, tertulianos, su nomenclatura importa poco. Algunos teólogos, que son los padres de nuestros actuales «pensadores», se empeñaron en reducir toda noción mágica a letra muerta, un atrevimiento con funestas consecuencias para el conjunto de Occidente, que hoy por hoy yace muerto y casi enterrado.
Si la magia se remonta hasta esa actitud primigenia del hombre ante lo desconocido, podemos afirmar que los rastros constatables de su práctica encuentran un origen razonable en Egipto, lugar histórico a la par que mítico al que se remonta toda tradición esotérica moderna. Incluso la Cábala, una forma de magia negra codificada por el español Moisés de León en su Zohar (finales del siglo XIII) o «Libro del Esplendor», bebe de las escasas fuentes egipcias que se transmitieron de generación en generación de forma secreta, por parte de una pequeña minoría de iniciados.
Los «magos» de los que deriva el concepto griego de magia son esos sacerdotes y videntes provenientes de Persia, incluso dicen que de Mesopotamia, Sumeria y Babilonia: maghdim es un término caldeo referente a una «sabiduría» originaria que se fue perdiendo con el paso de las centurias, al punto de que ya Platón consideraba que toda la filosofía griega no era otra cosa que un juego de niños al lado del saber extraviado propio de las civilizaciones precedentes.
El mago no diferencia el alma de la obra, como acertadamente señaló Carl Gustav Jung: «¿Pero qué puede crear un hombre al que no ha tocado en suerte ser poeta? Si no tienes nada en absoluto que crear, créate entonces a ti mismo». La Psique, que es más el alma que la mente, es el verdadero territorio de los dioses, como sabía bien el gran estudioso de los arquetipos y del Ánima Mundi en el siglo XX. El mago trabaja directamente con imágenes primordiales que no se prestan a la división o a la interpretación, sino que atraviesan al sujeto que atiende a ellas con el poder atávico que impulsó a los primeros hombres a dejar su huella impresa para la eternidad en las cavernas.
Niño, padre, madre, anciano y un largo etcétera entre el que se puede destacar la propia noción junguiana de la «Sombra» rebasa con mucho el territorio de lo científico o de lo experiencial para entrar en un ámbito anterior de la epistemología: la magia; y el olvido de algo así, para grandes capas de la población, en Occidente, no es algo casual: si la Iglesia, primero, y los diversos cultos derivados de la Reforma, después, han proscrito duramente todo contacto con la magia es debido a la eficacia de esta a la hora de reintegrar lo mundano en el ámbito de lo espiritual sin necesidad de recurrir a una ritualización comunitaria aprobada por las altas instancias eclesiásticas de turno.
El mago debe tener un dominio intelectual completo del acervo intelectual de la época y de los vínculos naturales, así como un manejo familiar de las nociones fundamentales que componen esa «filosofía perenne» de la que hablara Gottfried W. Leibniz. El mundo secularizado es, por lo tanto, el mundo del «especialista», donde el conocimiento está en manos de los científicos y la religión en manos de los sacerdotes, en ambos casos se trata de círculos endogámicos encomendados a la burocratización de lo sagrado, cuya bisagra natural son esas sociedades secretas en cuyas privilegiadas manos cayó el dominio de lo sutil desde el Renacimiento en adelante.
Desde los tiempos del primer judaísmo hasta la consagración del cristianismo como teología fundamental del Imperio, pasando por la caída de Roma en favor de la Cristiandad o por esa popular herejía de la religión de Cristo que es el mahometismo, el monoteísmo se ha declarado principal opositor de la práctica mágica en todo el mundo. La magia ofrece una visión variada, como la de un caleidoscopio, del mundo; es como esa mirada estroboscópica que fascinaba a Ernst Jünger. La religión pretende, por el contrario, y de forma muy similar a la ciencia moderna, limitar el ámbito del conocimiento a una única vía de acceso: la suya.
Con un siglo de diferencia, Pico della Mirándola y Giordano Bruno trataron de contactar con las altas instancias eclesiásticas, incluso con el papado, para hacerse eco de los descubrimientos de Marsilio Ficino en la segunda mitad del siglo XV, tratando de fundir en la ortodoxia católica toda una tradición mágica de clara inspiración hermética fundamentada sobre la reciente traducción del Corpus hermeticum; en respuesta, el primero fue envenenado y el segundo acabó sus días en la hoguera. Ese conjunto de saberes pasó a formar parte del inmenso poder oligárquico de un limitado grupo de personas que desde entonces hasta nuestros días, encubiertos tras grandes familias y enormes emporios empresariales, dominan Occidente en un plano económico, político, social y, más importante aún, mágico.
Desde el siglo XVI en adelante las disciplinas se han fragmentado y la magia ha caído en el mayor de los descréditos; aunque no por ello sea menos empleada por aquellos que se rigen a través de un calendario astrológico con el fin de hacer coincidir macro y microcosmos con objeto de llevar a término sus interesadas cábalas particulares. Sin la figura del «magi», esa suerte de sacerdote-guerrero que Merlín encarnó en la mitología artúrica, el dominio de lo psíquico en Occidente ha caído en manos de empresas farmacéuticas, de recetas terapéuticas firmadas por instituciones privadas y experimentales proyectos estatales, de gurús malintencionados, cuando no abiertamente cretinizados por obra y gracia de su genuina idiocia.
La religión monoteísta establecida sobre dogmas fundamentados en un único libro considera que el así llamado «mundo intermedio» al que pertenece el «inconsciente colectivo» del que hablara Jung, ese imaginario común atemporal en el que nadan los arquetipos, es patrimonio exclusivo de fuerzas demoníacas, que quizás sería mejor llamar daimónicas, al hilo de las investigaciones iniciadas por Jacques Vallée y Patrick Harpur. Los arcontes del gnosticismo, los daimones de la tradición clásica, los ángeles del monoteísmo y las figuras liminales, tales como hadas o sílfides, que pertenecen al folclórico mundo del Fairy, demuestran sin embargo que el mundo de las «entidades» es mucho más complejo de lo que en apariencia parece. Sólo en el Arte, entendido como dominio operativo del símbolo, la psicología, como manifestación cotidiana de aquello que pertenece al «otro lado» de la existencia, o la literatura, como último aliento del mito en la Historia, queda lugar todavía para que la magia se manifieste en nuestras existencias sin miedo a ser perseguida por los integristas, ridiculizada por los escépticos o canalizada de forma exclusiva por los oligarcas de lo sutil.
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