Las sanciones contra Rusia impulsan inflación y adaptación. Moscú mantiene productos occidentales y busca alianzas con Asia y Oriente Medio
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Desde Bruselas se afilan las herramientas diplomáticas para seguir presionando al Kremlin. La Unión Europea ya trabaja en su 18º paquete de sanciones contra Rusia, buscando reforzar la presión económica y geopolítica tras más de dos años de guerra en Ucrania. Mientras tanto, Moscú desafía con una mezcla de desdén y súplica. El presidente Vladimir Putin critica estas medidas como inútiles, aunque reclama su levantamiento, señal de que no son del todo inocuas. La gran pregunta sigue en el aire: ¿están funcionando realmente las sanciones o se trata de un juego de desgaste a largo plazo?
Los instrumentos de castigo son variados: restricciones comerciales, congelación de activos, exclusión del sistema financiero SWIFT, limitaciones tecnológicas e incluso sanciones individuales. Pero sobre el terreno, la realidad es más matizada. Un paseo por Moscú no revela escasez: supermercados y tiendas presentan una imagen de aparente normalidad, con estanterías rebosantes y productos conocidos, incluidos muchos de origen occidental.
Las sanciones contra Rusia se eluden a través de infraestructuras paralelas
En pleno corazón de la capital rusa, el centro comercial Moskovsky exhibe un retrato contradictorio. Tras la invasión de Ucrania en 2022, numerosas multinacionales anunciaron su retirada del mercado ruso. Sin embargo, marcas como Snickers, Twix o Toffifee siguen disponibles, incluso con etiquetas que dicen “Hecho en Rusia”. Un vistazo al carrito de la compra de cualquier moscovita evidencia que el boicot occidental no ha eliminado estos productos del día a día.
La clave está en la estrategia rusa para burlar el cerco. Tras la legalización de las importaciones paralelas en 2022, empresas locales tienen permiso para adquirir productos en terceros países —como Turquía, China, Armenia o los Emiratos Árabes Unidos— sin necesidad de la aprobación de los propietarios de las marcas. De esta forma, productos occidentales en Rusia continúan circulando, esquivando la restricción directa.
En paralelo, algunas compañías, pese a los anuncios de repliegue, mantienen operaciones. Las famosas galletas Oreo, fabricadas por Mondelez, se siguen produciendo en la localidad de Pokrov, cerca de Moscú. El etiquetado lo confirma: “Fabricado en Rusia”. A pesar de promesas de reducción, ciertos bienes siguen considerándose “esenciales”.
Pero bajo esta superficie de abundancia, los efectos son palpables en el bolsillo. El aumento de precios golpea a los consumidores: el coste de alimentos básicos como mantequilla, azúcar y huevos ha subido con fuerza. Las patatas, por ejemplo, han visto su precio triplicado en lo que va de año. La inflación en Rusia superó el 20 % en alimentos durante abril, y la tasa general ronda ya el 10 %, impulsada por la energía y los alimentos.
Signos de desaceleración
El crecimiento económico también muestra signos de desaceleración. La economía rusa, que en 2024 creció a un ritmo del 4,3 %, se ralentizó al 1,5 % en primavera de 2025. En respuesta, el banco central redujo los tipos de interés del 21 % al 20 %, intentando estimular la actividad. Las previsiones del gobierno sitúan el crecimiento entre el 1 % y el 2 % para este año, con una inflación estimada del 7 % al 8 %.
Esta evolución no es nueva. Desde el colapso de la URSS, Rusia ha pasado por varios ciclos de crisis y bonanza. Los años noventa fueron críticos, con un PIB en caída libre. A partir del 2000, con Putin en el poder y los precios del petróleo al alza, el país vivió una etapa de fuerte expansión. Entre 2000 y 2013, el ingreso nacional se triplicó, sacando a millones de la pobreza. Sin embargo, las sanciones tras la anexión de Crimea en 2014, la caída del crudo y la pandemia rompieron esa dinámica.
Actualmente, el modelo económico ruso se basa en el control estatal, las exportaciones hacia el Este y una creciente desconexión de los mercados occidentales. La retirada de Visa y Mastercard fue un golpe que el Kremlin convirtió en oportunidad. Se reforzó el uso del sistema MIR, una alternativa doméstica para pagos electrónicos. Para transferencias internacionales, el sistema SPFS, desarrollado por el Banco Central tras Crimea, se convirtió en una herramienta útil para esquivar el SWIFT.
Una economía resiliente que se ha sabido adaptar a la nueva situación
En este contexto, las autoridades rusas han mostrado una notable capacidad de adaptación a las sanciones. Lo que parecía un bloqueo asfixiante ha devenido en una red de alianzas alternativas, donde países no alineados se convierten en socios clave. Según el analista Artyom Sokolov, del Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú, “Occidente no logró aislar a Rusia, sólo acelerar su integración en un mundo multipolar”.
Y ese mundo ya se ve en las calles. Donde antes circulaban Volkswagen o BMW, ahora dominan marcas como Haval, Geely o Chery, procedentes de China, que ya representan el 45 % del mercado de coches nuevos. Los vehículos europeos han quedado reducidos al mercado negro, con precios prohibitivos. Esta transición es emblemática del cambio más amplio: no se trata solo de reemplazar productos, sino de reformular alianzas y prioridades económicas.
Posibilidad de que empresas occidentales vuelvan a operar en Rusia
Algunas compañías occidentales que se fueron podrían regresar si el clima geopolítico lo permite. Pero en el presente, el aislamiento impuesto por sanciones ha empujado a Rusia a diversificarse y buscar nuevas rutas. Las sanciones no han derrumbado su economía, pero han acelerado un proceso de reconfiguración que puede tener consecuencias globales. Lejos de ser un castigo inmediato, las sanciones se han convertido en una herramienta de presión prolongada con efectos asimétricos.
En última instancia, el éxito o fracaso de estas medidas no se medirá sólo por los datos macroeconómicos rusos, sino por su impacto en el orden internacional. La batalla económica entre Moscú y Occidente no solo redefine la economía rusa, sino también los equilibrios globales.
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