José María Marco publica un ensayo corto y contundente sobre nuestras disfunciones patrióticas
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Durante las protestas de Ferraz, que recogieron la rabia popular contra la amnistía a los líderes del Procés, un joven manifestante entrevistado por La Sexta se quejaba de que “nos han tirado gases por puto defender España”. La expresión, por supuesto, causó gran hilaridad entre votantes del bipartidismo, esos que veneran la Transición como si fuese la Virgen del Rocío, pero en lo importante el chaval tenían razón. Medio siglo después de aprobar la Constitución del 78, tenemos es un sistema donde proteger nuestra integridad territorial suena pomposo y ridículo mientras que aumentar la autonomía de Cataluña y el País Vasco se considera una profundización democrática. El periodista y profesor José María Marco analiza los orígenes del desastre en Después de la nación (Ciudadela), uno de esos libros sin relleno que se leen en tres horas.
El texto tiene el mérito de recordar que la Constitución se redactó en una ambiente enrarecido, dominado por la urgencia de las élites de marcar distancia con el pasado, además de ser años de inflexión contracultural, ya en Occidente se disolvían los valores religiosos, familiares y patrióticos. Aquella generación de 1975 presume haber apostado por el consenso, pero Marco especifica que fue un ‘consenso apócrifo’ (Carl Schmitt), que consiste en redactar los términos legales de manera muy abierta para que cada facción puede interpretarlos a su manera cuando llega al poder. La alergia al orgullo nacional provocó que el patriotismo español quedase aplastado entre la euforia de ingresar en la Unión Europea y el auge de los nacionalismos de dos de las regiones más ricas del país. Con esos mimbres, cualquier identidad terminó pareciendo buena menos la española. Una imagen elocuente son las manifestaciones masivas de repulsa al asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, donde se prefirió el símbolo de las manos blancas antes que la bandera nacional.
Los alemanes, después del nazismo, estaban tan avergonzados de su historia reciente que vez de hablar de “patriotismo” inventaron la expresión “patriotismo constitucional” (Habermas), una especie de sentimiento nacional sin nación, vaciado de mitos, símbolos y tradiciones. En el actual liberalismo español algunos fueron más lejos y lo llamaron “constitucionalismo”, eliminando un “patriotismo” que debía parecerles demasiado popular, pegajoso y agresivo. La España reciente se caracteriza por un desapego radical hacia todo lo que podría servir para construir algo parecido a una comunidad. “Lo civilizado, lo europeo, fue durante muchos años no presentarse como español”, lamenta el autor en la página 58.
No por casualidad, el paradigma cultural imperante entre 1982 y 1992 fue la famosa Movida madrileña, que Marco describe de manera afilada como “la celebración lúdica del colapso de la revolución”. En tan solo un década, pasamos de un estricto nacionalcatolicismo a una televisión pública rebosante de punkis de colorines y un alcalde que promocionaba la droga entre los jóvenes madrileños. Mientras las empresas extranjeras se hacían con el país y España se rebozaba en hedonismo pop, los nacionalismos catalán y vasco se tomaban muy en serio su misión de acumular poder. Para hacernos una idea, el Estatuto de la Generalidad de Cataluña contiene 49 páginas describiendo sus competencias a lo largo de 63 apartados, mientras que las competencias de España son solo 32 y caben en un artículo de la Constitución.
La ansiedad por “blindar” poder frente al Estado otorga a las llamadas ‘comunidades históricas’ el estatus de víctimas, que hoy siguen exprimiendo a fondo. El culto a la Unión Europea también fue creciendo, a pesar de los numerosos casos de incompetencia y corrupción de Bruselas. Así desembocamos en la crisis presente, la de un país que lleva cuatro décadas viviendo una postración posnacional.¿Podemos encontrar motivos para la esperanza? Marco los intuye en una juventud libre de recelos contra el patriotismo y en el discurso del Rey tras el 1 de octubre, que puede servir para comenzar a reconstruir la comunidad nacional. Para retomar el rumbo lo necesitamos todo: ganar más mundiales, dejar de gasear a quien defiende la nación y recordar –como señala el autor– que las virtudes cívicas son el mejor combustible para cualquier patriotismo.
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