Una metáfora brutal advierte que ocultarla solo agrava la podredumbre moral y política, hasta que el sistema revienta y deja al descubierto su hedor
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¿Te suena, querido lector, esta advertencia? Seguro que sí, aparece en Twitter X para alertar a los usuarios de esa red social de la publicación de materiales potencialmente desagradables. O incluso repugnantes. Por eso, puesto que voy a hablar de la corrupción que atraviesa ahora España, te pongo en guardia, no sigas leyendo si eres propenso a las náuseas.
Antes de morir, el Papa Pío XII dejó bien claro que no quería ser embalsamado. Su médico personal, Galeazzi-Lizzi, no le hizo mucho caso. Se empecinó en preservar el cadáver con el método que supuestamente se le había aplicado a Jesus, o sea, cubrirlo con un sudario tras un baño en finas hierbas y aceites aromáticos. Eso sí, el envoltorio no estaba compuesto de delicadas telas orientales, sino de celofán.
¿Te imaginas el resultado? Corría octubre de 1958, época calurosa en Roma. Lejos de preservarse en olor de santidad, el cuerpo, al que le habían salido unas asquerosas manchas verdinegras, se hinchó, mientras el rostro se contraía en una mueca sardónica. Tanto era el hedor, que los guardias suizos que custodiaban el féretro se desmayaban. Y, por último, la traca final: ante la presión de los gases anaeróbicos, el pecho del pontífice estalló. A toda prisa hubo que embutirle una máscara de látex y mantenerlo a una prudente distancia de los fieles que acudieron a velarlo. Galezzi-Lizzi fue expulsado del colegio de médicos, puesto que, más que un doctor, parecía un fontanero.
No es aconsejable tapar la corrupción. Tomen nota los dirigentes de los partidos políticos que se empecinan en esconder los escándalos. Tarde o temprano, revienta y, entonces, terminan salpicados hasta las cejas de podredumbre moral y política. Hoy día, los jueces instructores están limpiando los miembros gangrenados el cuerpo social, terapia jurídica que se asemeja al oficio médico. A la derecha y a la izquierda, da igual donde éste el contagio. Pero los prebostes de la partitocracia recurren a servicios de “fontaneros”, siniestros personajes acostumbrados a chapotear en la materia fecal de las cloacas del Estado. Y, por si fuera poco, arremeten contra los tribunales, a los que acusan de lawfare y de otras cursiladas que apenas entienden.
Hay esperanza. Aunque está grave, el paciente sigue vivo. Dejen a los juzgados hacer su trabajo y la infección remitirá. Sin embargo, no se les ocurre otra cosa que enfilar a los jueces instructores, independientes e imparciales, con el propósito de reemplazarlos por unos fiscales investigadores vinculados a la política. Esa misma política que tanto apesta. ¿Serías capaz de darle un final a esta historia?
Edgar Allan Poe en su escalofriante relato, “El caso del señor Valdemar”, pergeña este vomitivo desenlace:
“Y entonces, en el término de solo un minuto o menos aún, todo su cuerpo se deshizo, se desmoronó, se pudrió por completo bajo mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no había más que una masa casi líquida de materia repugnante y detestable putrefacción”.
Querido lector, ¿se te ocurre cambiar el nombre de “Valdemar” por algún protagonista de nuestra actualidad?
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